martes, 26 de marzo de 2013

Valentias

Ayer fui al Carrefour a hacer la compra después del trabajo. Era ya casi hora de cierra y había muy poca gente, aunque últimamente nunca se ve mucha gente en ningún lado, al menos no comprando. Incluso creo que hay menos tráfico por la ciudad que antes. A pesar de que la oferta de productos es enorme, yo me ciño a mi lista de la compra mental. Procuro no apuntar las cosas, porque si empiezas apuntando el cerebro ya pierde todo hábito de esfuerzo mental por recordar. Ante la abrumadora abundancia de todo, recordé un trozo de programa del reality "perdidos en la selva", que vi por casualidad zapeando. Los indígenas de un pueblo africano habían venido a conocer la vida de sus huéspedes españoles. Entre todo el despropósito me chocó la crítica de una mujer africana: ¿Cómo es posible, que con tanta abundancia de todo haya gente viviendo míseramente en la calle? Así somos, los del "primer" mundo: nos rasgamos las vestiduras por horrores que se cometen allende nuestras fronteras, pero la casa propia sin barrer. Opinamos sobre todo lo opinable; arreglamos el mundo entre café y carajillo; se nos llena la boca de solidaridad y de compañerismo; nos indignamos ante injusticias, desháucios, lapidaciones, violaciones de derechos humanos en países que apenas sabríamos señalar en el mapa.

Así transcurrían mis pensamientos, pensando que en realidad somos unos hipócritas, cuando llegué con mi carrito con la compra de lo imprescindible hasta mi coche. Al momento llega un señor de mediana edad, 40 y pico, 50 y algo. - Señora, 30 céntimos, por favor - me dice estirando la mano. Me sorprende la concreción de la cifra. Es alto, delgado, rubio, de ojos azules, está sucio que no roñoso, las manos curtidas. En su mirada hay bondad, o a mi me lo parece. - OK, - le digo - cuando vacíe el carrito te doy el Euro, espera. Veo como mira la comida. - ¿Tienes hambre? No me entiende. Rompo el paquete de yogures y le doy uno. Caigo en la cuenta de que le hará falta una cuchara. Abro una bolsa de panecillos y le doy uno. Rasgo la caja de quesitos de la vaca que ríe y le doy un puñado. - ¡Señora, gracias! me espeta y se le ve abrumado. Le encasqueto una Shandy marca "la pava". - Gracias, gracias, gracias. Y se lanza a hablar: - Yo Valentias. lskdjañlkdañdfaf Lituania ladkfhadjow. - Yo Aidana. - Dana? laksdjfahdfaj? - No, tu Valentias, yo Ai-da-na. - Ah Dana! Yo Valentias, yo alsñashdfañsdhfa pasaporte lskfasfha rumanski añlskfja dos mesos ( me muestra dos dedos ) laskhfañsd pasaporte dos mesos, yo fiuuu (ademán de avión despegando) ñalksdf yo Alzira mandarina (me enseña las manos curtidas) aksdfhasfd rumanski pasaporte robado lakasdfah embajada laskdfhgad dos mesos pasaporte yo lituania fium! laksdfasjf gracias señora, gracias.

Sigue lo menos 5 minutos hablando. Le sonrío como a un niño pequeño que balbucea y mientras pienso: ¿Y ahora qué? Recuerdo a la mujer africana, recuerdo que tengo una cama vacía, recuerdo los deberes cristianos de auxilio, recuerdo a la gente desahuciada, recuerdo las bonitas palabras de solidaridad, recuerdo haber firmado peticiones para salvar a gente desconocida, mucho más desconocida que Valentias, de Lituania, que ha venido a Alzira para recolectar Mandarinas y a quien unos rumanos le han chorizado el pasaporte y que tiene que esperar dos meses hasta tener uno nuevo, porque los de su embajada son más lentos que el caballo del malo. Pero, ¿cómo voy a meter a Valentias en mi casa, si no lo conozco de nada. Ni siquiera sé si es verdad lo del pasaporte, si lo he entendido bien, si ha dicho rumanos o ha dicho otra cosa. Le intento explicar cómo llegar a la Cáritas. Hago señales, pinto garabatos en el polvo de la luna trasera de mi coche. ¿Y si me lo llevo? ¿Y si le doy cama, aunque sea por una noche? ¿Y si pongo una lavadora con su ropa, que con el aire que hace se le va a secar en un visto y no visto? ¿ Y si Valentias no es lo que parece? ¿Y si me equivoco y me meto el enemigo en casa? Al final, escudándome en mi miedo, en mi cobardía, en que mi intuición ya me ha gastado malas pasadas, en todas las escusas del mundo, le sonrío, le deseo suerte y me marcho, con un nudo en el estómago y con muy mala conciencia. He dejado tirado a Valentias, vencida por mi ausencia de valentía. De camino a casa, sintiéndome mísera, pienso que su nombre es todo un símbolo.

domingo, 10 de marzo de 2013

A Madrid, mon Dieu, je vais, a Madrid

Todo aquel que haya tenido el atrevimiento de ir a Madrid en su propio coche y presuma de no haberse perdido miente como bellaco. Vuelta y media a la M30 no es ná. Cometer el fatal error de saltarse una salida y necesitar 30 km para volver a equivocarse en el mismo sitio, eso es lo más normal. Eso, sin contar con el acojone que da saber que  Madrid está infestado de radares puestos a traición para sacarnos los cuartos a los osados de provincias y a los madrileños con prisas, que son la mayoría.

El sábado pasado tenía que ir a Madrid con mi hijo, con motivo de una entrevista para participar en la Ruta Quetzal, que en la edición de 2013 viaja a Panamá. Uno de los temas para participar en el concurso era "Vasco Nuñez de Balboa y los descubrimientos de los Mares del Sur". Con tal motivo, madrugamos y emprendimos marcha hacia la capital de la patria. Yo había preparado el viaje a conciencia: la gasolina, los niveles, el aire de las ruedas y lo más importante, varias impresiones de la ruta y los mapas para llegar hasta el lugar de la entrevista, el Vicerectorado de no sé qué, que yo tenía perfectamente marcado en el mapa proporcionado por Google maps con una "B" de punto de destino. Tras estudiar los mapas llegué a la conclusión de que encontrar el camino estaba "chupao": en llegando a Madrid, hay que pillar la M30 y tirar por la izquierda por la salida de Badajoz, la A5, sigues toa la curva , tieso hasta la salida A20 y luego zas! izquierda, derecha y yasta! ¿Fácil, no? No.

Llegamos a Madrid, Vallecas a la izquierda, Moratalaz por la derecha y un enorme letrero presuntuoso: ¡Todas direcciones! Por aquí no se va a mi pueblo, que lo sé yo, pero ahí pone Badajoz A5. ¡Es por ahí! Anda un túnel. Los dos a coro: uuuuuuuu. No hay bastantes "us" en el mundo para ese túnel. Eso no es un túnel de hecho, son las gigantescas galerías escavadas por la marabunta, son como mínimo, lo más parecido a un refugio subatómico de una producción hollywoodiense. - Hijo, has visto la película "La máquina del tiempo"? - No. ¿Mamá, estás segura de que es por aquí? - Sí. Hay que ir en dirección a Badajoz, por la A5. Voy a ponerme en el carril de en medio por si acaso y mirar los letreros. Se supone que hay que ir chafando huevos pero aquí hay gente que debe saber sonde están los radares. A mi plim, yo despacico. Pues tienes que verla, sabes. Primero la versión antigua. Salen unos bichos, que viven bajo tierra, se llaman Morlocs. Si no salimos de aquí, nos hacemos Morlocs. - Habrá salidas de emergencia. - Sí, mira, ahí hay puertas verdes a la izquierda. ¿Esos coches de ahí de dónde han salido? Es largo este túnel. Aquí cabe medio Madrid. Lo tienen todo pensado. Cuando el chalado de Corea del Norte le dispare misiles nucleares made in China a los Yankees y caigan en Madrid, porque si fueran made in Japan llegarían hasta América, pero como el Pioyang o como se llame es un agarrado los habrá comprado baratujos, se esconderán todos aquí y se convertirán en los Morlocs. - Si tira misiles a América del Norte los mandará vía Pacífico, que es más corto. No hay señal de radio. No tengo cobertura en el móvil. - No te preocupes, que es por aquí. ¿Ves? otro letrero de A5 y plaza... no me ha dado tiempo a leerlo. Mira a ver el mapa si hay alguna plaza cerca de donde vamos, aunque no me suena de nada. Cielo santo, esto no acaba nunca. Mira, también se puede ir a Burgos por aquí. ¡Qué fuerte, como para cantar u-u-ú todo el túnel! Se hace el silencio entre nosotros. Los kilómetros se suceden, así como las indicaciones "Badajoz A5". - Esto quiere decir algo, hijo. ¿Vasco Nuñez de Balboa no era de Extremadura? - Sí. - Por eso tenemos que tomar la dirección de Badajoz. 20 minutos más tarde: - Mira, ahí está la salida. Jajaja, hay luz al final de túnel. Me estaba dando un yu-yu tanto rato bajo tierra. ¿Has visto mis gafas de sol cuando has buscado los pañuelos en mi bolso? - No. Mamá, esto es feo con ganas. Carbanchel, Cuatro Vientos... - Lee los letreros. Qué pone de nombre de calle? - Paseo de Extremadura. - Ah genial, vamos bien. Mira, salida 10A. Pues seguimos recto y ya llegará la 20A. Veo paradas de autobús. Me siento tentada de parar y preguntar, pero resisto. Mi lógica me dice que sólo hay que esperar a que avance la numeración de las salidas. Efectivamente, salida 11, 12 luego la 13, un letrero de Iker Casillas anunciando lo que parecen ser sus propios campos de fútbol, un letrero que da la distancia a Coimbra. ¡Coimbra es Portugal! - Mamá, yo diría que en el mapa se ven muchas más casas cerca del vicerectorado que por aquí, además, ahí pone Móstoles. Yo creo que por aquí no es. - Anda Móstoles, de donde las empanadillas. Voy a parar en esta gasolinera. Hago un quiebro decidido hacia la derecha y me salgo a una gasolinera, con la esperanza de encontrar también la posibilidad de hacer un cambio de sentido. Estudiamos el mapa. Nuestra intuición, que no certeza, nos lleva a la conclusión de que estamos más cerca del pueblo natal del amigo Vasco Nuñez de Balboa que del vicerectorado. Miro el reloj del salpicadero. El margen de media hora que había calculado se ha empezado a consumir. A partir de la media hora los minutos corren más. Decepcionada por la ausencia de puentes para hacer un cambio de sentido, avanzo preocupada en dirección a Portugal. Al fin una salida. No lo pienso dos veces. Tengo esperanza de volver a encontrarme con otro letrero de "Todas direcciones". Consigo dar la vuelta y encaminarme otra vez en dirección Madrid. Un letrero reza "Madrid 23 km". - En 10 minutos estamos otra vez en Madrid y si hace falta le decimos a un taxi que nos guíe. Como ya me sé al menos la vuelta, voy a pisarle un poco más al acelerador. Pon algo de música clásica quieres, que el chumba-chumba me está poniendo de los nervios. Avanzo, me acerco, Madrid cada vez más nítida y otro letrero: "M30 (bien), todas direcciones (bien), ¡túnel!". ¡Ah no! No me vuelvo a meter por el dichoso túnel, que seguro que no volvemos a ver la luz del día hasta Zaragoza. Esta gente está muy mal, pero al que consiga aclararse con este laberinto de túneles le tiene que pegar un subidón de autoestima impresionante. Me salgo por un camino de servicio y freno en seco al descubrir un transeúnte. Bajamos la ventanilla del copiloto y al unísono le gritamos: - ¿Perdone, nos puede ayudar? El señor es amable. Nos sugiere aparcar detrás de su coche. Salgo agitando los mapas. - Disculpe, ¿dónde estamos según este mapa? Me da ganas de decirle que los cabrones de Google hace mil años que no renuevan sus mapas. El señor sugiere volver a sumergirnos en el subsuelo de Madrid. Nos negamos tajantemente. Tiene que haber un camino sobre la faz de la tierra, con sus semáforos, sus pasos de peatones, casas, algún que otro parque, algún perro meando, vamos, que deseosos de ver lo que sea de Madrid. - ¿Y si sigo todo recto por esta carretera no llego a la M30? - Ah no, es que esta carretera al final está cortada. O vuelven a bajar por el túnel o la próxima a la derecha, hasta el semáforo, en el semáforo a la izquierda hasta el puente, después del puente a la izquierda, luego todo recto y ya verán alguna indicación con la salida de Moncloa, porque si van hacía la derecha, luego tienen la salida de la A6, que le lleva a Burgos y por ahí se pueden perder. Es mejor que se vayan la próxima a la derecha, hasta el semáforo y en el semáforo a la izquierda hasta el puente y luego otra vez a la izquierda y llegan al puente de los Franceses, que sino se van a perder y salirse por la salida de Burgos. Está a punto de entrar en un bucle y volver a empezar. Le freno. - No me diga más, que si no me lío. Muchas gracias caballero. Me monto en el coche descorazonada. - ¿Qué te ha dicho? - No he entendido un pijo, pero la próxima a la derecha y el primer taxi que veas lo paras. - Vamos a llegar tarde. - Nooooo. Vamos a llegar bien. Nos quedan 15 minutos. - Pero si no sabemos donde estamos. - Ten fe. - Te acabas de pasar la próxima a la derecha. - No pasa nada. Habrá otra. Esta no, que es dirección prohibida. Mira, esta por la derecha y anda, hay semáforo y todo. Ahora la izquierda. - Ahí hay una sucursal del BBVA, que es el patrocinador de la ruta Quetzal. Tiene que ser una señal. Nos reímos nerviosos. Un puente. Cruzamos. Me coloco para doblar a la izquierda. - Mira a ver el mapa. - Aquí dice Avenida de Valladolid pero la raya que te ha marcado el programa va por el otro lado del Manzanares y acabamos de cruzarlo. - A freír monas las indicaciones de Google. De momento lo que nos ha dicho el señor existe y la Avenida de Valladolid va hasta casi el final de nuestro destino. Mira, ahí pone Avenida de Valladolid. Vamos bien. Miro el reloj: vamos mal. Quedan 8 minutos para llegar a tiempo a la entrevista. Avanzamos. La Avenida de Valladolid es larga, no tanto como el túnel, pero se me está eternizando. Por fin se acaba y llegamos a una encrucijada tipo "todas direcciones" pero "ningún letrero". Según el mapa solo nos quedan unos pocos metros. El izquierda, derecha, zás: la "B" - Pregunta al ciclista. - Uyyyy, dice el ciclista. Lleva la equipación completa en negro y amarillo. Parece una enorme avispa en bicicleta. - La verdad es que el vicerectorado está detrás de ese edificio, pero los fines de semana cortan el acceso. Se tiene que ir por ahí delante, por donde la furgoneta azul, y subir hasta Moncloa y luego bajar por ahí detrás, o va por allá, todo recto y toma la salida de Burgos y cuando pueda se sale otra vez y vuelve hacia atrás. Pero yo iría por donde la furgoneta azul, y sino por el otro lado, por la salida de la A6. Otro que entra en un bucle. - Es que en bici es diferente que en coche sabe? - Lo sé. ¿Y ese camino de ahí en medio? Señalo un semáforo que queda justo a mitad entre la subida de la furgoneta o el infinito en dirección Burgos. El ciclista ni se gira. - No, tiene que ir por la cuesta o todo recto y luego volver a bajar. - Vale, vale. muchas gracias. Faltan 6 minutos para la cita. Ignoro por completo las instrucciones del ciclista. Recuerdo que hace años ya me perdí por la salida de Moncloa. Estoy sudando. Me decido por el camino de en medio, ni la cuesta, ni la salida de Burgos me inspiran confianza y es demasiada vuelta. Un letrero que reza "Universidad y Residencias Universitarias" me da esperanzas. Sigo la senda, equivalente al izquierda, ras, avanzo, doblo obligatoriamente a la derecha, ras, y ¡zas!, un montón de gente a ambos lados de la calle. Padres e hijos.  Bajo la ventanilla para preguntar, pero antes de abrir la boca me dicen: - Sí, la Ruta Quetzal es aquí. Nosotros también nos hemos perdido, dicen riéndose. El reloj marca 10.56 h. Me han sobrado 4 minutazos. ¡Soy un crack!

jueves, 7 de marzo de 2013

El dilema de la parada del autobús

Hará unos días, de esos que me cuesta salir de la cama, que son todos, así que ¿qué más da el día?bajé en el último minuto a pillar el autobús. Se me hizo tarde, posiblemente 30 segundos tarde, segundos pequeñitos, pero los suficientes para perder el bus, ver como cambiaba de sentido y se alejaba. Aún miraba las lunas traseras de mi queridísimo autobús, cuando una ráfaga de viento gélido, de esos que vienen desde Siberia a caso hecho a helarte el alma, las manos, los pies y todo lo que queda por medio, me abofeteó, me castigó por impuntual. Yo lo de producir calor propio no lo controlo aún muy bien, así que opté por tiritar y castañetear con los dientes rápidamente. En verdad fue mi cuerpo, el que reaccionó con tanta prontitud, mi mente se había quedado congelada y tan solo emitía un profundo gruñido de estupor.

Por suerte, casi de inmediato vino el siguiente bus. Aliviada me acurruqué en un asiento de plástico verde y metí mis manos en el braserico de los pobres: cada mano en una axila. Las paradas me producían el sentimiento contradictorio de detestar el frío invernal que se apoderaba en segundos del habitáculo, con la alegría de ver que el bus se llenaba de gente, de fuentes de calor y parapetos naturales. Lástima sentí cuando llegué a la parada en la que tengo que cambiar de linea y terror, cuando vi que las letras rojas del rótulo luminoso anunciaban que mi enlace no llegaría hasta dentro de siete minutos. Evidentemente la combinación más favorable es con el anterior bus. No está todo perdido, pensé, al descubrir que el 40 y el 41 estaban próximos a llegar. Lo malo es que uno me deja cerca de mi destino y el otro se desvía a mitad camino en una dirección opuesta.

Salté sobre el primero esperando que mi intuición no me fallara. Hacía tanto frío. Busqué donde refugiarme entre la multitud, encogida como una vieja. Cuando por fin mis circuitos neuronales empezaron a calentarse, una serie repetida de "o sea tía, o sea no, yo paso tía" llamó mi atención. Lentamente giré la cabeza: zapatos azul marino, leotardos azul marino, falda escocesa de cuadros azul marino y verde botella, jersey azul marino, chaquetón azul marino, coleta de pelo largo y liso, otro "o sea tía" y una conclusión: estoy en el autobús equivocado. Yo voy en la línea de las chachas, de las señoras que van a limpiar a casa de señoritos con los que me cruzo por las mañanas de camino a la oficina, con sus niños vestidos de azul marino a los que llevan a colegios con señoras vestidas de azul marino, porque se han casado con el hijo de Dios y en algún momento debió de decir que el azul marino es su color favorito. ¿No?

 Lo que está claro es que el río azul marino me viene a contracorriente en mi rutina matinal, así que salté presurosa en la siguiente parada y me encontré en medio de la nada. Como será de solitaria la parada, que no tiene ni rótulo luminoso. Nuevamente el viento me susurraba indecencias en ruso y se me colaba por lo más sagrado. Como un tigre enjaulado me movía debajo del exiguo toldo, flanqueada por paredes de cristal, que no sólo dejaban pasar la luz, sino todo el aire del mundo haciendo incluso remolino a mi alrededor. Por un momento me imagino petrificada cual señora de Lot. Debe ser por influencia del azul marino. Y ahí, sola, congelada, ventilada, aireada y oreada es cuando vino el "dilema de la parada de bus": ¿Cuánto hace que pasó el último bus y cuándo pasará el próximo? ¿Dará tiempo irse con una marcha ligera hasta la siguiente parada o perderé el próximo? Miro el panel informativo para salir de dudas, pero como no llevo gafas, solo consigo salir de debajo del toldo para poder leer lo que pone. Vuelvo a acercarme e intento localizar el ansiado mensaje de esperanza, un horario, aunque aproximado, un 8 h y 12 min ó 8 h y 13 min, pero solo encuentro eso, un horario aproximado: desde las 07:09 h - 21:09 h en intervalos de aproximadamente 9 a 12 minutos. ¿Lo qué? ¿Cuánto llevo aquí? Una eternidad. Si saco las manos de los bolsillos para mirar el reloj seguro que sufro una hipotermia o se me congelará y luego caerá un meñique y tendré dificultades para teclear las tildes en el futuro. ¿Y si me voy andando mientras tanto a la siguiente parada? ¿Dónde está la parada siguiente? Dios, ¡qué frío! Si hay un margen de error de tres minutos en cada autobús, que se ha ido sumando desde el primer autobús que supuestamente fue el único puntual, o sea, si un tren sale de la estación en dirección a Bilbao a una velocidad de 40 km/hora... que yo soy de letras, yo sólo quiero saber cuando me rescata el siguiente autobús. Habría jurado que el aire glacial traía consigo unas risitas maliciosas:"No sabe mates, no sabe mates.." No hay autobús a la vista. ¿Y si me voy andando hasta la siguiente parada y entro en calor? Pero podría pasar el autobús y yo aún estar lejos hasta para ir corriendo detrás. Mejor zapateo aquí debajo del toldo. ¡Venga, olé olé! Estoy tan congelada que más que zapatear parece que estoy pisando uva, y con rabia. La respiración entrecortada como si estuviera en una clase de preparación al parto y los hombros encogidos, como si tuviera que sujetar el balón de oro de Leo Messi entre mis omóplatos. ¡Venga nena! Punta-tacón, punta-tacón, punta-tacón, qué narices, tacón, tacón, tacón, tacón, "a-ayyyyyy, que frío tengo mi arma, arma de mi vía y de mi corasaooooáaaaaaooooooooáaaaaaooooo, que me estoy quedandóoooo, pajaritóoooo", tacón, tacón, tacón. Por fin llega el autobús. ¡Anda qué! ¡Ande que ahora que me estaba yo arrancando por "soleás"!

Tropezar con la misma piedra

El dicho dice, que solo el ser humano tropieza dos veces con la misma piedra. ¿Dos? Poco me parece. Yo soy un tanto insistente, o imbécil, según el cariño con el que se me evalúe.

- Mañana va a llover. ¡Llévate paraguas! Eso dije ayer a mi hijo, pero además, como mamá preocupada por su retoño, le colgué el paraguas en el pomo de la puerta de entrada, para que fuera imposible olvidarlo. Valgo por dos cuando me preocupo por los demás.

Esta mañana, levanto la persiana para escudriñar el cielo. ¡Azúl! Como me gusta que los del tiempo se equivoquen a mi favor. Eufórica he cambiado los zapatones por tacones: unos zapatos rojos, de los de "antes muerta que sencilla". Me he dado la excusa de que los tengo que ablandar, andar, para que el día de la boda - boda familiar dentro de tres semanas - no me muera de dolor. Tengo pies de mantequilla, delicados como los de una princesa, efecto secundario de haber deseado ser una princesa en mi tierna infancia. Toda mona yo, he salido a la calle, le he sonreído y saludado al día y a un par de transeuntes que no conocía de nada y que me han puesto cara de desconcierto. Seguro que se han quedado pensando '¿la conozco?' Ya tienen en qué pensar el resto del día.

Monto en el autobús, feliz. Los rayos del sol me pican en la cara. ¿Pican? Sol que pica, lluvia que te crió. Y entonces la descubro: una nube goooorda, negra, como una nave nodriza escudriñando los puntos débiles por los que va a atacar. Es "la nube", la matriarca de las nubes. Observo como todas las demás nubecitas se dirigen hacia ella, presurosas, obedeciendo órdenes: ¡Reagruparse! Tomo consciencia de mi vulnerabilidad inminente: zapatitos de niña mona, chaqueta de paño, ausencia de paraguas. Estoy "perdu". Han pasado tres horas y media desde que la nube nodriza ha llamado a su ejército a formar filas y son legión. No queda un rayo de sol que nos proteja, ni un trozo de cielo azul que dé esperanza. El uniforme gris de un ejército imbatible se cierne sobre Valencia. Su arma: el agua. No sé si oigo tracas de fallas o truenos anunciando la batalla. Tengo miedo. Valgo la mitad, cuando me preocupo por mi misma. Ahora, eso sí os digo, como tenga que salir a la calle cuando esté lloviendo, me quito mis tacones de princesa y corro descalza.

domingo, 3 de marzo de 2013

Una decisión tonta

El jueves fue uno de esos días que no vaticinan nada bueno. El cielo tenía un color sospechoso, oscuro, congestionado, iracundo. La habitación seguía igual de oscura después de levantar la persiana y no, no era de noche. La cama cantaba con melodía turronera: "vuelve a la cama vuelveeee, vuelve a soñar". Al mirar por la ventana vi la calle mojada, gris oscura como el cielo. Suaves gotas de lluvia caían con desgana y el viento soplaba con fuerza, sacudiendo los árboles de la avenida. Entonces tuve esa idea estúpida, que creo que todo el mundo tiene alguna vez: No me llevo paraguas, que para cuatro gotas que caen y teniendo en cuenta lo cerca que está la parada del bus del trabajo no me va hacer falta. Acelero un poco el paso y me ahorro ir cargada con semejante trasto incómodo.

Además, tras tantos años viviendo en la Costa Cálida, lo de ver llover se hace anecdótico. La última vez que me llevé un paraguas se me olvidó enganchado en la barandilla de mi asiento del autobús. No hay costumbre. De niña, residente en Teutonia, nunca podía salir con zapatos nuevos de la tienda nada más comprarlos, porque primero había que ir a casa a pulverizarlos con spray impermeabilizante, porque ahí la lluvia era lo normal, y el sol anecdótico. Un fastidio, cuando eres una niña potencialmente feliz por tener zapatos nuevos. Un día de cielo raso y azul intenso me transportaba mentalmente a España, a las vacaciones en la playa y a agostos de calor infernal, húmedo y pegajoso, pero azul cobalto. Así que, llevada por la falta de costumbre en lo que a temas lluviosos se refiere, a los recuerdos de la infancia ignorados olímpicamente y a un optimismo terco, decidí prescindir del genial invento llamado paraguas, o Regenschirm de la infancia. Los paraguas, dicho sea de paso, son como los mecheros: Si te los prestan y no los reclaman, en un plazo de 24 horas pasan a tu propiedad. Usucapión de objetos cotidianos.

No hace falta ser Aaron Spelling para imaginarse el final de la historia. El cielo acabó por cabrearse y mucho. Se puso negro como el futuro de España y comenzó a llorar desconsoladamente. ¡Qué sofión! como el llanto inconsolable de un niño, que amaina cuando se cansa y se reaviva cuando recupera las fuerzas. El cielo sobre Valencia lloró - el de Valencia plora - y bañó sus tristes calles. No fue pena, fue un disgusto mayúsculo que duró todo el día, toda la tarde y más allá. Duró mucho más que mi jornada laboral e hizo que mi parada del autobús se alejara. De hecho, para cuando me atreví a salir de la oficina, la parada del bus estaba lejísima. Las calles eran ríos, los socavones eran lagos. El tráfico y los semáforos se confabularon en mi contra. El cielo se explayaba con su rabieta y el viento le jaleaba. El mercurio se acojonó, se encogió y yo valía por lo que soy, no por dos, como las mujeres precavidas. Sí, me mojé.