Nadar es el deporte más
sano dicen los médicos y de los pocos que esa carretera secundaria
que tengo por columna recibe con agrado. Así, en un acto de sentido
de la responsabilidad y fuerza de voluntad me saqué un bono con
treinta pases para la piscina municipal. Estaba dispuesta a superarme
cada día añadiendo como mínimo 100 metros, o sea cuatro largos, a
mi anterior marca. La primera vez que fui superé mis expectativas
con creces. Después de todo el tocino flota. Mi pequeño triunfo me
llenó de euforia y adrenalina. Por un momento fui Ariel, la
Sirenita. Una vez sentada al volante de mi coche agradecí la
dirección asistida, porque me invadió un tembleque de agotamiento
que bajó mi autoestima otra vez a los niveles habituales y me hizo
recordar los otros inconvenientes de mi proyecto de mejora de mi
salud física:
Cuando llegas a las
instalaciones de la piscina, al entrar se siente mucho calor, lo que
invita a desnudarse y ponerse el bañador. Pero una vez llevas puesto
el bañador, las chanclas, el gorro y las gafas en lo alto de la
frente, en disposición de quemar calorías y poner el cuerpo en
forma, hay que recorrer un pasillo desde los vestidores hasta la
entrada de las duchas previas al chapuzón, que a mi se me antoja
húmedo y resbaladizo, pero sobre todo demasiado fresquito. Desde que
sales del vestuario hay que luchar contra la temperatura externa para
mantener a raya la propia temperatura corporal. Llegas hasta la ducha
ya con los pezones como el timbre de un castillo. El agua resulta
caliente sobre los pies encogidos del frío, pero sobre la espalda
parece el agua de una cubitera de hielo. Encima no puedes gritar ni
decir animaladas porque estás en un sitio público donde
aparentemente todos están de buen rollo y buena gana y solo tu vas
porque debes, no porque quieras.
Caminas con tus chanclas
mojadas con andares de pato para no resbalar hasta el banco de
listones de pino. No te sientas, porque los listones de pino se
incrustan en los muslos a los cinco segundos de poner tus posaderas
en ellos, dejando unas antiestéticas rayas rojas horizontales y no
hay porqué añadir más horror al espectáculo. Así que dejas la
toalla moderna de microfibra, de las de “se acabó el frotar”,
porque se pegan sobre el cuerpo como papel de cocina privándote del
placer exfoliante de una buena toalla rasposa de rizo secada al sol,
sobre el banco.
Te giras. Suspiras y miras a los bañistas como si
fuera la primera vez que asistes a una reunión de alcohólicos
anónimos: Soy Aidana y vengo porque tengo que nadar. Mis músculos
están de adorno, mi esqueleto se desmonta, me muevo poco. Mea culpa. Pones cara
de disimulo, le echas lo que hay que echarle, caminas hacia la
piscina y lo ves todo a cuadros. La piscina es como una hoja excel en
tres dimensiones. Las baldosas del suelo son celdas, las ventanas son
celdas, las vigas del techo son celdas y las calles marcadas con
cadenas de bolas de plástico del la piscina son celdas. Te sujetas a
la escalera con la obligación auto-impuesta de rellenar las celdas
con ejercicio. Columnas de estilos de natación, crowl, braza,
espalda crowl, espalda braza. La de mariposa siempre se queda en
blanco.
El agua está fría y
muy mojada. Me llega por las rodillas y el choque de temperatura que
se avecina – mi vergüenza torera me impide salir corriendo aunque
ganas no me faltan – no me resulta nada atractivo. Si es que no se
me ha perdido nada en el agua. ¡Que yo soy de secano! ¿ Qué
significa ese cono rojo en la cabeza de la calle? Ah, las calles de
natación libre son las de cono verde. Salgo otra vez. Hay dos calles
con cono verde. Una en medio y la otra en el lado opuesto a donde yo
estoy. Me encamino con los pies chorreando y mucho cuidado de no
resbalar hacia las calles disponibles. Todas están ocupadas por
varias personas. Vaya, o nado o nada. A poner números en las celdas.
Aprovecho un hueco entre nadadores y me tiro de cabeza. Vuelo. No hay
marcha atrás. El impacto en el líquido elemento es inminente. Me
zambulliré como un delfín, porque una no tendrá tipo, pero tiene
estilo. Me hundiré en el agua fría. ¡Aaahhh! ¡Nada! ¡Nada!
¡Nada, o morirás de hipotermia! ¿Porque yo, madre mía? ¡Nada!
Lanzo los brazos con desesperación en el alma. Sacudo la piernas
como si me quisiera sacudir el agua de encima. Menos mal que si lloro
no se nota. Pero eso sí, con estilo y con dificultad para acordarme
de respirar. Sé que debo sacar la cabeza del agua alternando el lado
derecho con el izquierdo, pero en ese lado siempre acabo por tragar
agua. Nado. Uno, uno, uno. Me repito el número del primer largo que
me estoy haciendo. Estoy entrando en calor y asfixiándome. ¡Aguanta,
nena, tu puedes! Nado más despacio. Acompaso la respiración y ¡sí!
Me deslizo por el agua hasta que me encuentro unos pies delante de
mi. Freno. De frente viene alguien también. La Sirenita habría
pasado por debajo buceando. Como no soy la Sirenita cambio a braza y
persigo los pies de un desconocido a distancia prudencial. Por fin
vislumbro el borde de la piscina. Llego con cierta entereza, pero no
hay tiempo ni sitio para permanecer mucho rato. ¿No querías nadar?
Dos. Dos. Dos. En realidad en el primer largo no he hecho un uno en
la casilla de crowl. La braza se ha llevado lo menos un veinte por
cien del largo. Me van a salir decimales. Me estoy rayando. Me
aburro. ¿Ya? ¡Ya! Aguanto estoicamente hasta veinte largos. Se me
hace interminable. Medio kilómetro es más que suficiente.
Decidida nado a la
escalera más próxima a mis chancletas y descubro que mientras
nadaba ha aumentado la fuerza de gravedad fuera del agua. Con
rodillas temblorosas recojo mi toalla y vuelvo a hacer el paseíllo
hasta las duchas y a los vestuarios y juraría que hace mucho más
frío que cuando llegué. Las duchas de los vestuarios no tienen
manivela para regular la temperatura. El agua sale sin fuerza y
tibia. Enjuagarse el pelo es una odisea. Me pego la toalla al cuerpo
y con otra envuelvo el pelo. Toca vestirse sin pisar el suelo con los
pies mojados, ni las chanclas o el suelo con los calcetines puestos.
Luego viene lo de arreglarse y secarse el pelo, porque fuera hace
frío. Y mientras me visto pensando que al llegar a casa me he de
desvestir otra vez, un run-run hace presencia en el estómago. Se
llama hambre de posguerra y lo produce mi cuerpo al grito de ¡
Devuélveme mis calorías! La carne es débil y me conducirá derecha
a la nevera en cuanto llegue a casa, pero por un momento he sido una
sirena surcando el agua. Como ya sé lo que es, no tengo muchas ganas
de repetir. ¿ Para qué engañarse? Sin embargo, he de volver...