Estimados lectores:
Muchas gracias por vuestros comentarios y felicitaciones. Si no he respondido directamente no ha sido por desidia, sino porque por alguna razón que mi mente poco tecnológica no acaba de comprender, por mucho que lo intento, no puedo. Le clico a "responder", pero la ventana que se debería abrir para escribir la respuesta se vuelve a cerrar otra vez y no hay opción. No sé si es por el sistema operativo de mi ordenador o porque soy torpe, no descarto ninguna causa, pero no puedo. Algo no funciona...
Así que, vía nueva entrada: muchas gracias!!! Me alegra mucho tener nuevos lectores y, sobre todo, saber que mis lectores se lo pasan bien leyéndome, pues me da ganas de escribir más. Gracias! Gracias! Gracias!
Tierras de Aidana, fertilizadas por mi imaginación. Cuentos, mentiras, noticias que no son, ocurrencias, curiosidades, lo que me venga a la mente...
sábado, 26 de julio de 2014
viernes, 25 de julio de 2014
Odio a los Culicidae
¿Esto qué es lo que es?, se preguntaran algunos. Confieso que acabo de mirarlo en la Wikipedia.
Son pequeños y veloces predadores alados. Vampiritos peligrosos y molestos de no más de 15 mm de longitud. Las hembras pican, o sea, perforan la piel con su probóscide, que es un apéndice alargado y tubular situado en la cabeza. Es su "boca", ya que a través del tubo inyectan su anestésico/anticoagulante y luego te chupan la sangre, que necesitan para desarrollar sus huevos.
Sin embargo, los machos se alimentan de golosinas de la naturaleza: savia, néctar, jugos de frutas. Tan glotones ellos parecen hasta simpáticos, pero lo de comer azúcar tiene como fin pasarse por la piedra a las hembras y así fabricar muchas más hembras y machos. Son autores corresponsables! Los odio también.
Supongo que ya está claro lo que son los Culicidae, pero por si hubiera algún rezagado, releyendo en voz alta la palabra "probóscide" (¿ a que suena a algo muy pijo?)................... Los excesivos puntos suspensivos son para tener tiempo de volver a decirlo en voz alta y así opinar, si "probóscide" suena a algo pijo (" O sea, no veas como mola mi nuevo probóscide azul."), a insulto (¿ Serás probóscide?), a rango eclesiástico ( "El nuevo probóscide de la diócesis de ...), a pueblo griego (Vacaciones de lujo en el idílico pueblo de Probóscide bañado por el Mar Egeo...) o a lo que a cada cuál le sugiera, pero vamos, que en este caso no deja de ser la trompa de un mosquito.
Ergo, odio a los mosquitos, pero ellas me aman. Me adoran. Me tienen auténtica devoción. Soy su gula del norte, "Bocatto di Cardinale", su manjar. Vienen a mi como las moscas a la miel o la familia a la nevera y me pican. ¡ Me pican! Les gusto mucho y ningún tejido las disuade. Ni las pulseritas baratas de los chinos con olor a "citronela", ni las caras y supuestamente más sofisticadas pulseras de la farmacia repelen a las pérfidas "Señoras de Mosquito" de darse un festín a costa de mi fluido vital. Me quité la última pulsera cara del tobillo, cuando me picó una mosquito a menos de un centímetro de la pulsera "repelente". Encima, era muy incómoda, amarillo fosforescente y me hacía sudar la muñeca, por eso la llevaba en el tobillo. La pulsera baratuja, de un rojo más llevadero, elástica y apta para ser pulsera sin agobiar, ha resultado ser del todo inútil en su pretendida función protectora, disuasoria o repelente, permitiendo los abusos en mi piel de dos hembras Culicidae muy voraces. Me rasco y les cuento:
La primera Señora de Mosquito cenó el martes en mi nalga derecha (¡ Culicidae!), en mi barriga y en el codo izquierdo. En la espalda, justo entre los dos omóplatos, ahí donde no llegan bien los dedos, se metió dos chutes: uno, a la altura del cierre del sujetador y el otro, varios centímetros por encima, nivel contorsionista. ¡Juré venganza! La encontré a la mañana siguiente desprevenida, confiada, ahíta, haciendo la digestión, que tenía que ser por fuerza una digestión muy pesada, mirándose la panza en el espejo, con las bragas bajadas y soñando con un amante vegano, dulce como el azúcar para el postre. Feneció espachurrada en el espejo por una maniobra implacable de la menda con una toalla, dejando sobrada constancia de su glotonería. El reflejo de la sangre en el espejo aumentaba la sensación de batalla sangrienta "en diferido". ¡Victoria! Rip. Rip. Hurra.
La segunda hizo una actuación estelar la noche del miércoles. Amparada por las sombras de la noche y los ruidos de la calle que ocultaban su zumbido de guerra, me sacó como medio litro de sangre en dos picaduras en el muslo derecho, que pensé: ¡No puede querer más!, pero me equivoqué. En vano intenté protegerme tapándome con la sábana hasta el cuello a pesar del sofocante calor. Encontró un hueco de cinco centímetros cuadrados donde se tomó un piscolabis por cada centímetro y de postre, un chupito en el primer nudillo de mi meñique derecho y otro en el mentón. Tanto ensañamiento me despertó. El picor despierta mucho, o sea, que uno pasa de estar tostado a tener cara de pollo en alerta. Gracias a esa apertura excesiva de párpados, la encontré limpiándose mi sangre de los morros en una blanca pared. Estampé mi mano velozmente y con tanta fuerza sobre ella que aún me duele la mano y me dura la satisfacción. Ahí se ha quedado inmortalizada sobre un lienzo blanco, ironías de la vida.
En resumidas cuentas, estoy claveteada y llena de ronchones que me pican una barbaridad, porque soy más sensible de lo normal y las picaduras tardan mucho en curarse. Sí, quiero dar pena y que me digan eso de "tienes la sangre muy dulce" o "te pican porque estás muy buena".
Mi grupo sanguíneo es 0 +, que en lengua mosquito es "¡Ohh, más!"
Yo soy donante de sangre. Pero me gusta decidir cuándo la dono y no me gusta ser el alimento de nadie mientras siga viva, al menos no con estos inconvenientes. Porque, vamos a ver, el picotazo en medio de la nalga es embarazoso de rascar. Cuando se anda, la ropa roza, la picazón aumenta, la desazón anula cualquier pensamiento racional y el impulso de rascarse se hace inconsciente. ¡Zas, zas, zas, zas, zas, zas...! ¡¿Quién tuviera ahora un tenedor a mano?! Eso sí, a la nalga al menos se alcanza, pero los dos picotazos de en medio de la espalda son de tener muy mala idea. Hay que ser hija de su madre para hacer eso. El brazo se puede doblar por la espalda por poco tiempo y atinar con la mano retorcida es costoso y acaba por doler el hombro. No queda otra que restregarse cual oso por los quicios de las puertas. Eso tampoco es muy fino, pero a veces la necesidad puede más que la buena educación. ¿Que Usted no haría eso? ¡No me sea probóscide!
Se está poniendo el sol. ¡Tengo mucho miedo!
Cuando en la noche me despierto por el zumbido de un mosquito siento cierto terror. Sacudo fuertemente la cabeza haciendo volar el pelo, porque los mosquitos tienden a posarse rápidamente. Entonces escudriño paredes, muebles, cuadros, cortinas, ropa y cualquier sombra para contraatacar. ¡Sé que estás ahí y voy a por ti, cabrona! Estoy segura de que debo de tener un poco pinta de psicópata en esos momentos. La cenefa de zapatillazos en la pared corrobora un poco esta teoría, creo. Que no, es broma. Si ella juega mejor al escondite que yo, me voy rápidamente al salón cerrando la puerta y me refugio en el sofá. Pero, y esto sucede de verdad, si en el sofá también soy atacada por otra famélica Señora de Mosquito, vuelvo con la del buen escondite, que tiene menos hambre que la nueva...
Montaje de Ana Bastida inspirado en mi relato. Gracias, Ana.
Montaje de Ana Bastida inspirado en mi relato. Gracias, Ana.
jueves, 8 de mayo de 2014
Atrapado
Rulo de cartón
mudo testigo
del servicio prestado
en el suelo te hallo
nadie te vio
menudo fallo
aquí sentado
uno consigo
en su sesión
Miro el suelo
baldosas de gres
sombras marrones
caras color arena
atrapadas en la piedra
y no es una pena
que esas expresiones
sin imaginación no ves
¡ qué desconsuelo!
No todo está perdido
cuando el papel te falla
ni para ver caras en el suelo
la imaginación se calla
no pierdas el sentido
Grita, con desesperación
por si alguien te oye
atrapado en el trono
como cara en la piedra
parado el crono
si no, siempre fluye
agua del bidé, la salvación
mudo testigo
del servicio prestado
en el suelo te hallo
nadie te vio
menudo fallo
aquí sentado
uno consigo
en su sesión
Miro el suelo
baldosas de gres
sombras marrones
caras color arena
atrapadas en la piedra
y no es una pena
que esas expresiones
sin imaginación no ves
¡ qué desconsuelo!
No todo está perdido
cuando el papel te falla
ni para ver caras en el suelo
la imaginación se calla
no pierdas el sentido
Grita, con desesperación
por si alguien te oye
atrapado en el trono
como cara en la piedra
parado el crono
si no, siempre fluye
agua del bidé, la salvación
jueves, 17 de abril de 2014
La loca
Todo el mundo
tiene en su vecindario personajes peculiares, que por bien o por mal, se salen de
la norma. Yo, que vivo en un barrio que es exponente de la España profunda, con
sus casitas tortuosas por extrañas divisiones de herencias, con sus tejados planos,
típicos de los pueblos costeros del Mediterráneo, también tengo vecinos
sorprendentes. Está mi vecino Miguel, que a mi perro Ron lo llama Roque y el
perro le hace caso al nombre de Roque, o mi vecina María, que es gitana, y una
tarde, arreglando las flores de su porche con la melena chopada me dijo que se
acababa de lavar el pelo porque “iba hecha una gitana”. También está José,
que compro la casa que linda por detrás con la mía y estaba dispuesto a
levantar dos alturas más a las dos que ya tiene, para taparme las ventanas que
dan a su patio, alegando que mi casa también tenía esas dos alturas, pero sin
tener en cuenta que vivimos en un cabezo y por tanto mi planta baja está a la
altura de su segunda planta. Tiene una habitación en la terraza que quería arreglar
para su hijo, pero al final el hijo ha pasado mil de mudarse a la terraza y en
vista del éxito, la ha poblado con una gallina y tres gallos. Hay gallinas que
viven muy bien. Luego está el crío de un par de casas más allá que tiene
palomos y de vez en cuando viene a mi terraza a rescatar alguna. O el que cría
perros de raza pequeña en su terraza y tiene, al menos a mi me lo parece, mil
chuchos ladrando con voces estridentes. Pero la vecina más destacada sin lugar
a dudas es una que todos llamamos “la loca”.
La loca tiene
una enfermedad neuropsiquátrica que se llama Síndrome de La Tourette, que en su
estado grave - el suyo es muy grave - tiene una característica socialmente poco
agradable, que es la llamada coprolalia, o sea, un trastorno desinhibidor que
consiste en proferir de forma incontrolada y compulsiva todo tipo de palabrotas,
insultos y suposiciones absurdas o verdades como puños que cualquier otra persona se callaría por vergüenza torera. Por lo demás, mi vecina es una señora normal,
aunque con afonía crónica, que trabaja, cuida de su casa y su familia, hace la
compra, etc.
Aunque
con el paso del tiempo todo el vecindario se ha acostumbrado a la loca, no
dejamos de sufrir todos su enfermedad, ella a grito pelado y los vecinos en
silencio, como las almorranas. No nos ha quedado otra que tomárnoslo con mucho
humor y más paciencia, porque encima, la señora no duerme mucho, con lo cual
hay días que a las seis de la mañana ya está asomada a la ventana gritando
animaladas y se tira doce horas desgallitándose hasta quedarse ronca y afónica.
Además es constante y aplicada y no descansa ni en domingos, como si fuera
china. Hay que reconocer, que de vez en cuando nos da envidia cochina, porque
eso de asomarse de cuando en cuando a la ventana y “cagarse
en la madre que los parió a todos” tiene que ser un gustazo.
La loca tiene
una peculiar fijación con la iglesia, los curas y las monjas, aunque de vez en cuando lo toma
con vecinos concretos, como cuando le dio por gritar “¡¡¡La maruja está
preñaaaaaa!!! ¡¡¡ La maruja es una guarraaaaaaaa!!!” La pobre maruja es una
abuela con cerca de 80 años, que el 90% de las veces se mordía la lengua y el
10% restante se limitaba a contestarle “¡Qué te calles yaaaaaa!” Pobrecita, se
acabó mudando a casa de su hija y la loca volvió a sus barbaridades sobre curas
y monjas. Su frase preferida es: “¡El cura se folla a las monjas! ¡Las monjas
son todas unas guaaaaarrraaaaaas, que lo sé yo! ”
Da la casualidad,
de que justo enfrente de la casa de la loca está la sede del paso morao del pueblo, donde guardan el trono
del Cristo Nazareno y creo que de alguna virgen también. De ahí salen o acaban la
mayoría de las procesiones, se hacen los encuentros, se cantan saetas, bastante
bien, por cierto, y ensayan, muy a pesar del vecindario, unos cabrones
empecinados en tocar las cornetas aunque no tengan ni pajolera idea, y que
desafinan como condenados. A veces dudamos si están maltratando a los gatos
callejeros o si Dios nos los envía en calidad de castigo divino, para que
hagamos penitencia, porque a la loca ya nos hemos acostumbrado. En las fechas
señaladas de eventos católicos, en Semana Santa en particular, los vecinos
sufrimos nuestro propio calvario, con las cornetas y la loca flagelando
nuestros tímpanos y poniendo a prueba nuestra paciencia y capacidad de
perdonar. Francamente, es un sindiós – se ha pirado lejos de ahí fijo-, en el
que no nos queda otra que rezar “perdónales, porque no saben lo que hacen…” No
quiero parte de como lo tienen que pasar los que además de sufrir esta tortura
en silencio, tienen la desgracia de tener almorranas.
Hace unos
años, nos dio a la familia por salir a la puerta de la casa a ver un rato la
procesión. Toc, toc, golpeapa el mayordomo su bastón en el suelo y a una los
costaleros alzaron el trono y comenzaron a moverse pasito a pasito. La plaza y
las calles a reventar de gente emocionada, clavariesas, curas, monjas, niños
vestidos de primera comunión, autoridades, y los vecinos del barrio asomados. “¡uno,
dos, uno, dos!”, se sabe que los tronos pesan un quintal y todos hacen fuerza,
los que lo llevan y los que miran. De repente se abrió la ventana y se asomó la
loca en todo su elemento y gritó a toda la congregación que había debajo de su
ventana, cristo incluido: “¡La virgen es una puuuuuutaaaaa! ¡La virgen no es
ninguna viiiirgeeeeen! ¡La viiiiirgeeeeen se follaba a San Joséeeeee como las
monjas se follan a los cuuuuraaaaas! ¡Es todo mentiiiiiraaaaa! ¡Las monjas os
van a robar vuestros hiiiiijooooos!” Reconozco que los vecinos nos descojonamos
todos, pero los demás asistentes giraron al unísono la cabeza hacia arriba y
miraron a la loca como si fueran los chicos del maíz y la pudieran fulminar con
la mirada. La loca tragó saliva, cogió aire y volvió a la carga, mientras los
municipales aporreaban la puerta hasta reventar la cerradura…
Desde
entonces, llegada la Semana Santa, la loca nos da unos días de vacaciones. Al parecer
el ayuntamiento llegó a un acuerdo con la familia para que se la llevaran en
esos días lejos de cristos, vírgenes, curas, monjas y demás devotos. Una pena,
le daba un toque divertido a la procesión. Nos hemos quedado solo con la
tortura de las cornetas. Me estoy pensando suplantar a la loca, asomarme a la
ventana y gritar: “¡Los de las cornetas son unos hijos de putaaaaaa, no tienen ni puñetera idea de tocaaaaaar! ¡Vaís a hacer que el Cristo se suelte de la
cruz para taparse los oidooooos! ¡Cabrooooneeeees, iros a tocar a la puerta de
vuestra casaaaaa!”
jueves, 3 de abril de 2014
Sin comerlo, ni beberlo
El lunes, un compañero del
trabajo me dice con tonito de sorna: “Hay que ver cómo te cuidas, comiendo en
el puerto este fin de semana con tu marido…” Atónita respondo: “¿Yo? Bueno,
estuvimos comiendo juntos, pero cerca del puerto es un decir.” Y me callo que
estuvimos tomando unas tapitas a lo bueno, bonito y barato en un sitio muy
recomendable, pero con mucho menos glamour que “el puerto”. Pregunto: “¿Es que
has estado el fin de semana de excursión en mi pueblo?” Capaz es de haberme
visto y no decir nada. “¿Yo, no? ¿Tú no has estado comiendo en el restaurante
del puerto de Roquetas de Mar, el domingo, con tu marido y con otro matrimonio?”,
insiste inquisitoriamente como si estuviera a punto de pillarme en un renuncio.
“Que no, te digo. Que yo el fin de semana me he ido a mi casa y estuvimos tapeando
mi marido, mi hijo y yo.” Se empieza a reír a carcajadas y me dice: “¡Acompáñame!”
Le sigo hasta la ventanilla de
una camioneta de uno de nuestros agricultores, que está en la cola para
descargar su mercancía en el almacén de la empresa. Nos saludamos. El
agricultor me mira con cara expectante, mientras mi compañero le pregunta: “¿No
decías que habías invitado a la comercial, a su marido y a un matrimonio que
iba con ellos a comer este fin de semana en el puerto de Roquetas?” “Sí…” Asiente, me sonríe y espera mi
agradecimiento. “Pues no era ella, que ella se había ido a su pueblo. Así que,
tú sabrás a quién has invitado.” Y con las mismas se troncha. La cara del
agricultor es un poema. La mía también. “Pues era igual que tu, hasta el móvil
con la funda rosita.” “Sí, que primero estuvisteis en la terraza y luego
entrasteis al interior del restaurante”, matiza su mujer. “¿Qué? Yo, no he
estado aquí el domingo. Yo me fui a mi casa, como todos los fines de semana…”
La cara se le descompone en segundos. “Será que tengo un doble, pero vamos…
¡Muchísimas gracias! Te agradezco en el alma el gesto, pero no era yo...” No
puedo evitar por un momento sentirme culpable por tener, por lo visto, un
careto tan común. “Lo bueno abunda…”, intento quitarle hierro al fuego, “Lo
siento, por la confusión, pero muchísimas gracias, ejem…”
Bien pensado, me siento halagada
y querida, sinceramente. Encima, la comida le tiene que haber costado una pasta.
Francamente ha sido muy generoso conmigo, aunque los beneficiarios hayan sido
unos perfectos desconocidos, que tienen que haber “flipado en colorines.” Sin comerlo
ni beberlo, nunca mejor dicho, estoy en deuda con él. Aún me pregunto cómo no
se acercó a la mesa a saludar. Además, debió de pensar que yo era una
maleducada, por no ir a su mesa a agradecerle el generoso gesto, yo que soy más
saludadora que un cachorro de perro. Pero, lo más inquietante es lo de tener
una doble, que se peina como yo y que se parece tanto a mí, que un señor, con
el que hablo casi a diario desde hace un año, me haya confundido con ella.
Estoy intrigadísima…
lunes, 3 de marzo de 2014
La golosa
Érase una vez una joven muy golosa
que se enamoró de un pastelero. Él le hacía sus mejores pasteles y ella los
disfrutaba con auténtica devoción. Se daba unos tremendos atracones. Pero siempre
que ella le pedía que le hiciera su pastel favorito, él se ponía serio,
taciturno y dejaba de disfrutar al verla comer. Dejó de hacerle su pastel
favorito. En contadas ocasiones, como para su cumpleaños, él se avenía a
hacerle su pastel favorito, pero lo hacía con desgana. No ponía cuidado en los
ingredientes, ni en la elaboración. Lo hacía a la correprisa como si fuera un
castigo para él. Cuando ella se quejaba obtenía la callada por respuesta.
Con
el tiempo, el pastelero fue perfeccionando su arte y la joven golosa disfrutaba
cada día más con sus dulces. El pastelero era muy celoso y le decía: - Mis
pasteles son solo para ti y solo tú los disfrutarás, pero a cambio debes
prometerme que nunca comerás los pasteles de otro pastelero, por mucho que te
tiente su escaparate. Y así lo hizo. Se casaron, y aunque no tuvieron hijos y
no todo era perfecto, ella era feliz con su pastelero y los dulces que le
preparaba. Ella no dejó de mirar otros escaparates porque era muy golosa.
Incluso olisqueaba los aromas de otros pasteles, pero nunca jamás probó
siquiera un pellizco de los ricos manjares que ofrecían otros pasteleros.
Compraba empanadillas de carne y de atún en cualquier establecimiento, pero
solo comía los dulces que le preparaba su pastelero cada día con mayor
maestría.
Un
día, por casualidad, por suerte o porque el diablo se aburría, un joven
pastelero le ofreció empanadillas. Era simpático y dicharachero. Hablando,
hablando le confesó ser tan goloso como ella y que su recetario era de lo más
extravagante. Ella se asomó con descaro a su escaparate sabiendo que eran
dulces prohibidos, pero le gustaba que los olores, colores y formas de sus
pasteles le tentaran. Y se imaginaba saboreando desde las recetas más
tradicionales hasta las más novedosas y atrevidas. Pero sobre todo algo le
atraía con fuerza poderosa a ese escaparate prohibido: ahí estaba en el centro
del escaparate y sobre un pedestal, su pastel favorito. Ese pastel que tanto
añoraba y cuyo disfrute le hacía perder el sentido como ningún otro. Tanto le
gustaba, que sospechaba que jamás se hartaría con él.
Otro
día, el jovencito pastelero comenzó a relatarle sus recetas, sus ingredientes y
proporciones, sus composiciones y sus ansias por probar nuevos ingredientes,
nuevos sabores y con ello, nuevas sensaciones solo aptas para los más golosos.
Ella le escuchaba con atención y devoción. La boca se le hacía agua y se
extasiaba solo con imaginar el placer de semejantes dulces.
–
Me gusta la canela, decía con un ruego.
–
Yo te daré canela, toda la que quieras, que mi
despensa está llena y por darte en el gusto esparciré una brizna de canela en
cada pastel, que me gusta darle ese aroma a mis dulces y más me gusta que te
guste a ti. Porque el sueño de un pastelero es encontrar una mujer golosa y
cuanto más ansías mis pasteles, más ganas tengo de hacértelos, tan grandes y
tan sabrosos que reboses de satisfacción.
–
Deseo comer tus pasteles. Me duele el estómago
de tanta hambre que me da oírte, decía ella. - Pero no debo comer pasteles que
no sean de mi pastelero. Lo prometí y lo he cumplido por más de diez años.
–
Yo ardo en deseos de que pruebes mis recetas,
sobre todo tu dulce preferido, que me muero por sentir como tu gula se hace
éxtasis, le susurraba él, pero no quiero ser el responsable de tu desdicha.
Y ella la instaba: - Déjame ver tu
horno. Quiero conocer donde cocinas. Enséñame tu uniforme. ¿De qué color son
tus botones?... Pero él se excusaba de mil maneras: - No puedes venir, porque
tengo que hacer muchas empanadillas; no tengo tiempo, porque he de limpiar el
horno; no puedo, porque mi madre me lava hoy el uniforme y yo he de vigilar
como gira el tambor de la lavadora...
Pero
llegada la noche, mientras su marido trabajaba en su propio horno, por teléfono
el joven le susurraba sus recetas. - ¿Te gustan mis propuestas, golosa,
espolvoreadas de canela? - Sííí, gemía ella, dejando que todos esos sabores
explosionaran en su imaginación. Así siguió durante mucho tiempo, oyendo
relatos sobre el buen hacer del joven pastelero y cuando comía con ansia los
dulces de su propio marido pastelero, en su mente se mezclaban las recetas y, a
veces, le sabían doblemente mejor y otras se le cortaba la nata. Los relatos
eran cada vez más frecuentes. El joven pastelero disfrutaba contando y
escuchando como ella se deleitaba. Ella por su parte, aguardaba con ansia sus
relatos de recetas extraordinarias. Día y noche pensaba en esos pasteles
prohibidos y día y noche el estómago le rugía y la boca se le hacía agua.
Hasta
que un día no lo pudo soportar más y se fue a la pastelería del joven. - Ábreme
la puerta y déjame que pruebe tus manjares. Sobre todo, si dejas que me empache
de mi pastel favorito, cataré cualquier receta que me propongas. Comeré de tu
mano si me das ese dulce que tanto anhelo. Con regañadientes él accedió y al
ver que era cierto que ella verdaderamente era muy golosa, él disfrutó dándole
a probar sus recetas más tradicionales y una buena ración de su pastel
preferido hasta que quedó satisfecho y cansado de tanto hacer. Ella disfrutó
intensamente, dejándose llevar por aquellos sabores, que no eran nuevos, pero
sí eran prohibidos. En especial gozó devorando su pastel favorito, pero por
mucho que comiera de uno u otro, no consiguió saciar su apetito.
A
partir de ese día, para ella todo cambió. Miraba a su viejo pastelero que había
alcanzado la maestría, pero no podía borrar de sus recuerdos las recetas del
joven. Le vinieron dolores de estómago, indigestiones varias de tanto azúcar,
pero su ansia por los dulces no cesaba, no menguaba, no le dejaba vivir. Cuando
estaba con su viejo pastelero lo miraba con compasión, con el corazón en un
puño por los remordimientos y sin hablarle le decía: ' Ya no soy quien tú crees
que soy. Adoro tus pasteles, pero he comido dulces prohibidos. No me han dejado
ahíta, pero estaban tan dulces y sabrosos que quiero más. Y te lo contaría,
incluso los compartiría contigo, pero si te lo confieso, dejarás de hacer
pasteles para mí y yo moriré de hambre.' Así que guardó su secreto bajo siete
llaves y siguió escuchando recetas con canela y visitando al joven pastelero
cuando su marido no estaba.
Sin
embargo, el joven se hacía de rogar. - No tengo tiempo de hacerte mis pasteles.
Te tienes que conformar con la receta e imaginártelos. Y cuando le visitaba
pedía: - Come de mi mano los pasteles que yo quiera y la próxima vez te haré tu
pastel predilecto para que te hartes hasta que revientes de placer, que estoy
deseando verte disfrutar con él, pero hoy no, que estoy cansado de tanto batir
claras a punto de nieve. Una visita tras otra la despachaba con recetas
tradicionales y no le hacía el dulce ansiado y favorito. - Come de mi mano y te
lo daré otro día. Y ella comía y saboreaba y gozaba, pero no se saciaba y todo
le sabía a poco, porque lo que más deseaba era su pastel preferido, porque el
placer de saborear ese pastel no tenía parangón. Solo un bocadito de ese manjar
era mejor que todos los demás juntos. - Come deprisa, que mañana tengo que
madrugar para hacer muchas empanadillas y me faltan ingredientes y me falla la
maquinaria y me agobio haciendo empanadillas, pero con ellas pago la luz de mi
horno. Come deprisa golosa, y come los pasteles que a mí más me gusta verte
comer. - ¿Y mi favorito?, suplicaba ella. - Come y calla, que sé que estos
también te gustan y estos ya los tengo hechos. Ella comía y gozaba, pero no se
satisfacía y la añoranza por su dulce predilecto le hacía sentir cada día más
pena. Había traicionado a su viejo
pastelero por comer su pastel favorito, pero ni comía ese dulce, ni encontraba
canela en los otros, que habrían hecho de un pastel convencional un pastelito
excepcional.
Un día, tras una noche sabrosa,
pero nuevamente sin catar ni la crema de su dulce preferido, se marchó de la
pastelería del joven pastelero sintiendo un gran vacío en su estómago y dándose
cuenta que se sentía profundamente triste, desdichada y miserable y que tanto
dulce seguramente acabaría en diabetes y dando con su cuerpo al traste. Lloró
amargamente durante el camino. Lloró con arrepentimiento durante todo el día, y
seguirá llorando por siempre su traición imperdonable.
¿Moraleja?
domingo, 23 de febrero de 2014
La piscina
Nadar es el deporte más
sano dicen los médicos y de los pocos que esa carretera secundaria
que tengo por columna recibe con agrado. Así, en un acto de sentido
de la responsabilidad y fuerza de voluntad me saqué un bono con
treinta pases para la piscina municipal. Estaba dispuesta a superarme
cada día añadiendo como mínimo 100 metros, o sea cuatro largos, a
mi anterior marca. La primera vez que fui superé mis expectativas
con creces. Después de todo el tocino flota. Mi pequeño triunfo me
llenó de euforia y adrenalina. Por un momento fui Ariel, la
Sirenita. Una vez sentada al volante de mi coche agradecí la
dirección asistida, porque me invadió un tembleque de agotamiento
que bajó mi autoestima otra vez a los niveles habituales y me hizo
recordar los otros inconvenientes de mi proyecto de mejora de mi
salud física:
Cuando llegas a las
instalaciones de la piscina, al entrar se siente mucho calor, lo que
invita a desnudarse y ponerse el bañador. Pero una vez llevas puesto
el bañador, las chanclas, el gorro y las gafas en lo alto de la
frente, en disposición de quemar calorías y poner el cuerpo en
forma, hay que recorrer un pasillo desde los vestidores hasta la
entrada de las duchas previas al chapuzón, que a mi se me antoja
húmedo y resbaladizo, pero sobre todo demasiado fresquito. Desde que
sales del vestuario hay que luchar contra la temperatura externa para
mantener a raya la propia temperatura corporal. Llegas hasta la ducha
ya con los pezones como el timbre de un castillo. El agua resulta
caliente sobre los pies encogidos del frío, pero sobre la espalda
parece el agua de una cubitera de hielo. Encima no puedes gritar ni
decir animaladas porque estás en un sitio público donde
aparentemente todos están de buen rollo y buena gana y solo tu vas
porque debes, no porque quieras.
Caminas con tus chanclas
mojadas con andares de pato para no resbalar hasta el banco de
listones de pino. No te sientas, porque los listones de pino se
incrustan en los muslos a los cinco segundos de poner tus posaderas
en ellos, dejando unas antiestéticas rayas rojas horizontales y no
hay porqué añadir más horror al espectáculo. Así que dejas la
toalla moderna de microfibra, de las de “se acabó el frotar”,
porque se pegan sobre el cuerpo como papel de cocina privándote del
placer exfoliante de una buena toalla rasposa de rizo secada al sol,
sobre el banco.
Te giras. Suspiras y miras a los bañistas como si
fuera la primera vez que asistes a una reunión de alcohólicos
anónimos: Soy Aidana y vengo porque tengo que nadar. Mis músculos
están de adorno, mi esqueleto se desmonta, me muevo poco. Mea culpa. Pones cara
de disimulo, le echas lo que hay que echarle, caminas hacia la
piscina y lo ves todo a cuadros. La piscina es como una hoja excel en
tres dimensiones. Las baldosas del suelo son celdas, las ventanas son
celdas, las vigas del techo son celdas y las calles marcadas con
cadenas de bolas de plástico del la piscina son celdas. Te sujetas a
la escalera con la obligación auto-impuesta de rellenar las celdas
con ejercicio. Columnas de estilos de natación, crowl, braza,
espalda crowl, espalda braza. La de mariposa siempre se queda en
blanco.
El agua está fría y
muy mojada. Me llega por las rodillas y el choque de temperatura que
se avecina – mi vergüenza torera me impide salir corriendo aunque
ganas no me faltan – no me resulta nada atractivo. Si es que no se
me ha perdido nada en el agua. ¡Que yo soy de secano! ¿ Qué
significa ese cono rojo en la cabeza de la calle? Ah, las calles de
natación libre son las de cono verde. Salgo otra vez. Hay dos calles
con cono verde. Una en medio y la otra en el lado opuesto a donde yo
estoy. Me encamino con los pies chorreando y mucho cuidado de no
resbalar hacia las calles disponibles. Todas están ocupadas por
varias personas. Vaya, o nado o nada. A poner números en las celdas.
Aprovecho un hueco entre nadadores y me tiro de cabeza. Vuelo. No hay
marcha atrás. El impacto en el líquido elemento es inminente. Me
zambulliré como un delfín, porque una no tendrá tipo, pero tiene
estilo. Me hundiré en el agua fría. ¡Aaahhh! ¡Nada! ¡Nada!
¡Nada, o morirás de hipotermia! ¿Porque yo, madre mía? ¡Nada!
Lanzo los brazos con desesperación en el alma. Sacudo la piernas
como si me quisiera sacudir el agua de encima. Menos mal que si lloro
no se nota. Pero eso sí, con estilo y con dificultad para acordarme
de respirar. Sé que debo sacar la cabeza del agua alternando el lado
derecho con el izquierdo, pero en ese lado siempre acabo por tragar
agua. Nado. Uno, uno, uno. Me repito el número del primer largo que
me estoy haciendo. Estoy entrando en calor y asfixiándome. ¡Aguanta,
nena, tu puedes! Nado más despacio. Acompaso la respiración y ¡sí!
Me deslizo por el agua hasta que me encuentro unos pies delante de
mi. Freno. De frente viene alguien también. La Sirenita habría
pasado por debajo buceando. Como no soy la Sirenita cambio a braza y
persigo los pies de un desconocido a distancia prudencial. Por fin
vislumbro el borde de la piscina. Llego con cierta entereza, pero no
hay tiempo ni sitio para permanecer mucho rato. ¿No querías nadar?
Dos. Dos. Dos. En realidad en el primer largo no he hecho un uno en
la casilla de crowl. La braza se ha llevado lo menos un veinte por
cien del largo. Me van a salir decimales. Me estoy rayando. Me
aburro. ¿Ya? ¡Ya! Aguanto estoicamente hasta veinte largos. Se me
hace interminable. Medio kilómetro es más que suficiente.
Decidida nado a la
escalera más próxima a mis chancletas y descubro que mientras
nadaba ha aumentado la fuerza de gravedad fuera del agua. Con
rodillas temblorosas recojo mi toalla y vuelvo a hacer el paseíllo
hasta las duchas y a los vestuarios y juraría que hace mucho más
frío que cuando llegué. Las duchas de los vestuarios no tienen
manivela para regular la temperatura. El agua sale sin fuerza y
tibia. Enjuagarse el pelo es una odisea. Me pego la toalla al cuerpo
y con otra envuelvo el pelo. Toca vestirse sin pisar el suelo con los
pies mojados, ni las chanclas o el suelo con los calcetines puestos.
Luego viene lo de arreglarse y secarse el pelo, porque fuera hace
frío. Y mientras me visto pensando que al llegar a casa me he de
desvestir otra vez, un run-run hace presencia en el estómago. Se
llama hambre de posguerra y lo produce mi cuerpo al grito de ¡
Devuélveme mis calorías! La carne es débil y me conducirá derecha
a la nevera en cuanto llegue a casa, pero por un momento he sido una
sirena surcando el agua. Como ya sé lo que es, no tengo muchas ganas
de repetir. ¿ Para qué engañarse? Sin embargo, he de volver...
martes, 14 de enero de 2014
El despropósito de año nuevo
Una vez pasada la chorrilera de
fiestas con sus respectivas comilonas de antes, durante y después, retomamos el
mismo propósito de todos los años, ese que hemos abandonado por igual todos los
años por loable y necesario que fuera: perder x kilos. Hay que decir, que si el
primer año en el que uno o una se hizo dicho propósito ya falló, entonces el
siguiente año ya es (x + y) kilos, luego ( x + y + z) y así sucesivamente se
van añadiendo cualesquiera letras del abecedario en sustitución de una más o
menos bochornosa cifra. Si además se tiene familia en edad de comuniones, bodas
y bautizos y, por otra parte, se es sociable y tiende a relacionarse con
frecuencia con familiares y amigos frecuentando bares, restaurantes, pubs o
discotecas, si incluso se tiene tal afición por los placeres orales de la vida
que en la propia casa nunca faltan las bebidas alcohólicas y los manjares
alentadores del pecado de la gula, los signos “+” de la arriba mencionada
ecuación pronto darán un importante giro en tu vida, o sea, se convertirán en
signos de multiplicación: *
¡Horror de los horrores! ¿Tu
báscula no te quiere? ¿Crees que pesa demás porque es de las malas, de las de
la rosca que hay que volver a ajustar cada vez que uno se sube y se baja porque
siempre se queda enganchada en la rayita de 2,5 kilos? Espera a pesarte en la
báscula digital de tu madre y verás lo que es crueldad: una báscula cruel que
pesa lo menos 2,5 kilos más que la versión cutre de tu casa, una sonrisa
materna cruel y el comentario cruel: “Si ya te decía yo que habías engordado, y
sin necesidad de báscula”. Y ese día de verdades despiadadas descubrirás, que
los amigos de verdad son los jerséis holgados y los pantalones de cinturilla
elástica y que la única y verdadera razón de tu desdicha es que la secadora
encoge mucho la ropa, y que si te quitas las gafas te verás mucho mejor, porque
las gafas son de aumento y de astigmatismo. Sin ellas te ves como hace tres
años y con un estético difuminado de los contornos, como en una foto
artística, o sea, te ves bien, porque no te ves.
Entonces es cuando en un arranque
positivista alzas mentalmente el puño hacia el cielo, cual Scarlett O’Hara en ‘Lo
que el viento se llevó’, y juras y prometes, porfías incluso, pones a Dios por
testigo, a tu pareja, a los compañeros del trabajo, los vecinos, familia, amigos, parientes o a tu borrosa y menguada imagen del espejo, de que este año sí, este
año definitivamente sí, que de este año no pasa… que vas a perder los x + y + z
+ a + b + c … kilos que te sobran y que además lo vas a hacer a conciencia: ¡dieta
y ejercicio! Hay que hacer las dos cosas. Eso lo sabe todo el mundo. También
todo el mundo sabe que eso solo lo hacen los que no necesitan hacerlo. Los
demás lo van anunciando a bombo y platillo, como si comunicando sus intenciones
ya tuvieran medio camino recorrido. Anunciar la intención de adelgazar y hacer
ejercicio produce satisfacción mental, porque tomar decisiones significa
resolver problemas y eso siempre resulta psicologicamente gratificante. Una vez
tomada la crucial decisión de innovar radicalmente los hábitos – me troncho y
me parto - para solucionar el problema del sobrepeso y ante el estado de
satisfacción que produce decidirlo y anunciarlo – la publicidad obliga -,
chorrito de endorfinas expandiéndose por el torrente sanguíneo, lo dado es despedirse de los hábitos perniciosos celebrándolo con alguien tomando unas cervecitas y unas tapitas en el bar, que
tampoco hay que precipitarse teniendo todo un año por delante. ¿Habrá meses?
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