miércoles, 18 de marzo de 2015

69



Llega una o uno a la edad “hay que”: o haces ejercicio o cualquier día te quedas hecha un cuatro delante del ordenador y ya no hay forma de estirar las piernas. A eso le sumas otras alegrías que vienen a la “mediana” edad, como la vista cansada o el ánimo cansado de ver noticias enervantes que hacen sentirte impotente. Antes de que esa impotencia se traslade a tus huesos y músculos, “hay que” reaccionar y hacer algo para mover el esqueleto...

La primera intentona consistía en salir a andar unos cinco km a paso ligero y a mitad camino mortificarse con unos aparatos de “talla única” que ha puesto el ayuntamiento justo delante de un cruce, de forma que todos los coches que se paran en el semáforo siguen por unos minutos la plasmación de unos buenos propósitos. ¡ Que se vea que estoy en forma! ( o al menos aparento públicamente tenerla). “Hay que” hacer deporte, y no desplazarse en coche a comprar el pan, censuro con mi mirada a los conductores, aunque haga frío, aire gélido y una humedad que te cala hasta los huesos, mucho antes de que las glándulas sudoríparas hayan exprimido la primera y triste gotita de sudor. ¡Las inclemencias del tiempo se combaten con “cardio” ( dícese de los ejercicios que te hacen sudar la gota gorda y sacan a la luz la penosa situación de tu fuelle, también se llaman quematocinos o matapersonas)!

Al cabo de dos semanas llegué a la conclusión de que el único que era feliz con el paseo era mi perro, para quien lo de mear todas las esquinas, árboles, farolas, ruedas de coche y papeles volando a lo largo de cinco kilómetros de trayecto nuevo es pura pasión y no le da pereza alguna levantar la pata una y otra vez. Nosotros también estuvimos levantando las piernas hacia delante y atrás al mismo tiempo en uno de esos aparatos unisex, unicolor y únicos para descoyuntarte como quien no quiere la cosa. Sendas tendinitis y tirones musculares dieron al traste con la nueva rutina vigoréxica. Se impuso el reposo casero y la conclusión de que salir diariamente a hacerse la milla del colesterol acaba siendo un coñazo mayúsculo.

Entonces surge la idea de hacer ejercicio en casa, sin tener que ponerse un modelito deportivo fashion con reflectantes fosforescentes, ni salir a empapar a la vecindad con el tufo de tus feromanas premenopáusicas. Es tan molesto sudar públicamente y no poder ir a tomarse una cervecita después. Felizmente rescatamos la WII del armario de los juegos, que aunque ya ha pasado por otras manos, está como nueva. Y como nueva quería quedarme yo haciendo ejercicios “wii-fit”. 

Conectamos la WII, no sin descubrir que las baterías del mando habían estirado la pata derramando su ácido interior sobre las conexiones. También descubrimos que lo de usar una WII está en desuso tirando a descatalogado y que ni “los chinos” tienen una mala copia del mando. No quedó otra que rascar y rezar y... funcionó. Ya nada se interpone en mi camino con su letrero en forma de flecha que reza “hay que...” Así que, me hice un avatar, un alter ego animado, un muñeco que por mucho que lo intentara no se parecía en absoluto a mi, de lo que se concluye que no solo salgo mal en las fotos posando en persona, sino que incluso mi avatar es poco fotogénico. Al final del proceso, me puse una barba y exclamé feliz: “¡ Mira, Aidanita Wurst!”

“Bienvenida Aidana a Wii – Fit. Vamos a hacer primero un test para comprobar tu estado de forma física o cuán atlética estás...” Descalza, encima de la tabla, introduzco mi edad y estatura e indico que llevo “ropa pesada” (soy muy friolera y llevaba como cuatro capas arriba). “Ahora vamos a hacer un ejercicio de equilibrio...” que consistía en mantenerse a la pata coja durante unos 30 segundos. “¡Buá, está chupado!” Me decido a usar mi pierna izquierda como pierna de apoyo (tradicionalmente era la pierna fuerte y de equilibrio, de salto...la buena, vamos) y alzo la derecha. Me invade el espíritu de Kárate Kid. Hasta ahí todo bien. Pero el tiempo es algo subjetivo. Los 30 segundos a la pata coja se me hicieron una eternidad, con tal tembleque en el tobillo que mi cuerpo se salía de la escala Richter por todos los costados. Con todo, sudando como si acabara de hacer dos horas de spinning, me alegro de que la dulce voz de “Wii – san” me informe de que mi equilibrio es casi perfecto, una miaja escorada hacia la izquierda. 

La simpática voz de Wii-san me anima a probar mis habilidades en el siguiente ejercicio, que consistía en cambiar el equilibrio de una pierna a otra, manteniendo las rayitas que salen en la pantalla dentro de unas franjas cada vez más estrechas y más alejadas entre sí durante tres segundos. Nuevamente es pertinente recordar que la percepción del paso del tiempo es sumamente subjetiva. Tan afanada por lucirme, no me fijé en la viñeta pequeñita que explicaba como hacer el ejercicio en condiciones, de forma que acabé adoptando posturas imposibles y casi me descoyunto y desmonto a lo Mr. Potato, para no pasar del segundo nivel – había ocho – y la tía idiota que habla por la tablet (“Wii-san”), prima hermana de la del tom-tom, me pregunta que si tropiezo mucho al andar. ¡Será estúpida! Si tropiezo es por despiste, no por descoordinación de mis miembros inferiores.

Exhausta, convencida de que me he roto algo seguro o que se me deben haber desplazado un par de vértebras del sitio, espero pacientemente que la señorita de la tablet me calcule mi índice de masa corporal, mi peso, y mi estado físico “Wii”. ¡Toma ya!, ¡Peso ideal!, aunque me recomienda bajar mi índice de masa corporal a 22, porque la gente de ese IMC enferma menos, y medio kilo más me mete en la zona roja del sobrepeso. ¡ Cachis! Lo que no dice, es que como mujer de “mediana edad”, corres el riesgo de que la fuerza de gravedad haga mucho más efecto en tu cuerpo que los beneficios de 5 kilos menos. Me marco como objetivo bajar 1 kilo en un mes, plazo y cantidad razonable si no quiero quedarme arrugada y fofa como un globo desinflado. Felicitaciones de Wii-san por mis nuevos propósitos, tan nuevos que ni me los he hecho jamás en año nuevo. Soy realista. Semejante propósito está destinado al fracaso, pero no se lo digo a Wii-san. Sin embargo, ella parece intuir mi secreta auto-traición y me espeta su sentencia final: ¡¡¡Aidana, su edad Wii-fit es de 69 años!!! ¿Será cabrona? ¿¿¿ 69??? Mi marido, convertido en un Tiger Woods de zapatillas y chándal deslavazado ensaya su swing con el mando de la WII y sonríe en silencio. Es tan prudente y yo una adelantada de mi tiempo... 22 años... Por cierto, yo también pensaba que lo de “69” era un número chulo, sugerente..., pero Wii-San lo ha fastidiado todo.

sábado, 26 de julio de 2014

Respuesta a comentarios

Estimados lectores:
Muchas gracias por vuestros comentarios y felicitaciones. Si no he respondido directamente no ha sido por desidia, sino porque por alguna razón que mi mente poco tecnológica no acaba de comprender, por mucho que lo intento, no puedo. Le clico a "responder", pero la ventana que se debería abrir para escribir la respuesta se vuelve a cerrar otra vez y no hay opción. No sé si es por el sistema operativo de mi ordenador o porque soy torpe, no descarto ninguna causa, pero no puedo. Algo no funciona...
Así que, vía nueva entrada: muchas gracias!!! Me alegra mucho tener nuevos lectores y, sobre todo, saber que mis lectores se lo pasan bien leyéndome, pues me da ganas de escribir más. Gracias! Gracias! Gracias!

viernes, 25 de julio de 2014

Odio a los Culicidae

¿Esto qué es lo que es?, se preguntaran algunos. Confieso que acabo de mirarlo en la Wikipedia. 

Son pequeños y veloces predadores alados. Vampiritos peligrosos y molestos de no más de 15 mm de longitud. Las hembras pican, o sea, perforan la piel con su  probóscide, que es un apéndice alargado y tubular situado en la cabeza. Es su "boca", ya que a través del tubo inyectan su anestésico/anticoagulante y luego te chupan la sangre, que necesitan para desarrollar sus huevos. 

Sin embargo, los machos se alimentan de golosinas de la naturaleza: savia, néctar, jugos de frutas. Tan glotones ellos parecen hasta simpáticos, pero lo de comer azúcar tiene como fin pasarse por la piedra a las hembras y así fabricar muchas más hembras y machos. Son autores corresponsables! Los odio también. 

Supongo que ya está claro lo que son los Culicidae, pero por si hubiera algún rezagado, releyendo en voz alta la palabra "probóscide" (¿ a que suena a algo muy pijo?)................... Los excesivos puntos suspensivos son para tener tiempo de volver a decirlo en voz alta y así opinar, si "probóscide" suena a algo pijo (" O sea, no veas como mola mi nuevo probóscide azul."), a insulto (¿ Serás probóscide?), a rango eclesiástico ( "El nuevo probóscide de la diócesis de ...), a pueblo griego (Vacaciones de lujo en el idílico pueblo de Probóscide bañado por el Mar Egeo...) o a lo que a cada cuál le sugiera, pero vamos, que en este caso no deja de ser la trompa de un mosquito. 

Ergo, odio a los mosquitos, pero ellas me aman. Me adoran. Me tienen auténtica devoción. Soy su gula del norte, "Bocatto di Cardinale", su manjar. Vienen a mi como las moscas a la miel o la familia a la nevera y me pican. ¡ Me pican! Les gusto mucho y ningún tejido las disuade. Ni las pulseritas baratas de los chinos con olor a "citronela", ni las caras y supuestamente más sofisticadas pulseras de la farmacia repelen a las pérfidas "Señoras de Mosquito" de darse un festín a costa de mi fluido vital. Me quité la última pulsera cara del tobillo, cuando me picó una mosquito a menos de un centímetro de la pulsera "repelente". Encima, era muy incómoda, amarillo fosforescente y me hacía sudar la muñeca, por eso la llevaba en el tobillo. La pulsera baratuja, de un rojo más llevadero, elástica y apta para ser pulsera sin agobiar, ha resultado ser del todo inútil en su pretendida función protectora, disuasoria o repelente, permitiendo los abusos en mi piel de dos hembras Culicidae muy voraces. Me rasco y les cuento:

La primera Señora de Mosquito cenó el martes en mi nalga derecha (¡ Culicidae!), en mi barriga y en el codo izquierdo. En la espalda, justo entre los dos omóplatos, ahí donde no llegan bien los dedos, se metió dos chutes: uno, a la altura del cierre del sujetador y el otro, varios centímetros por encima, nivel contorsionista. ¡Juré venganza! La encontré a la mañana siguiente desprevenida, confiada, ahíta, haciendo la digestión, que tenía que ser por fuerza una digestión muy pesada, mirándose la panza en el espejo, con las bragas bajadas y soñando con un amante vegano, dulce como el azúcar para el postre. Feneció espachurrada en el espejo por una maniobra implacable de la menda con una toalla, dejando sobrada constancia de su glotonería. El reflejo de la sangre en el espejo aumentaba la sensación de batalla sangrienta "en diferido". ¡Victoria! Rip. Rip. Hurra.

La segunda hizo una actuación estelar la noche del miércoles. Amparada por las sombras de la noche y los ruidos de la calle que ocultaban su zumbido de guerra, me sacó como medio litro de sangre en dos picaduras en el muslo derecho, que pensé: ¡No puede querer más!, pero me equivoqué. En vano intenté protegerme tapándome con la sábana hasta el cuello a pesar del sofocante calor. Encontró un hueco de cinco centímetros cuadrados donde se tomó un piscolabis por cada centímetro y de postre, un chupito en el primer nudillo de mi meñique derecho y otro en el mentón. Tanto ensañamiento me despertó. El picor despierta mucho, o sea, que uno pasa de estar tostado a tener cara de pollo en alerta. Gracias a esa apertura excesiva de párpados, la encontré limpiándose mi sangre de los morros en una blanca pared. Estampé mi mano velozmente y con tanta fuerza sobre ella que aún me duele la mano y me dura la satisfacción. Ahí se ha quedado inmortalizada sobre un lienzo blanco, ironías de la vida. 

En resumidas cuentas, estoy claveteada y llena de ronchones que me pican una barbaridad, porque soy más sensible de lo normal y las picaduras tardan mucho en curarse. Sí, quiero dar pena y que me digan eso de "tienes la sangre muy dulce" o "te pican porque estás muy buena". 

Mi grupo sanguíneo es 0 +, que en lengua mosquito es "¡Ohh, más!"

Yo soy donante de sangre. Pero me gusta decidir cuándo la dono y no me gusta ser el alimento de nadie mientras siga viva, al menos no con estos inconvenientes. Porque, vamos a ver, el picotazo en medio de la nalga es embarazoso de rascar. Cuando se anda, la ropa roza, la picazón aumenta, la desazón anula cualquier pensamiento racional y el impulso de rascarse se hace inconsciente. ¡Zas, zas, zas, zas, zas, zas...! ¡¿Quién tuviera ahora un tenedor a mano?! Eso sí, a la nalga al menos se alcanza, pero los dos picotazos de en medio de la espalda son de tener muy mala idea. Hay que ser hija de su madre para hacer eso. El brazo se puede doblar por la espalda por poco tiempo y atinar con la mano retorcida es costoso y acaba por doler el hombro. No queda otra que restregarse cual oso por los quicios de las puertas. Eso tampoco es muy fino, pero a veces la necesidad puede más que la buena educación. ¿Que Usted no haría eso? ¡No me sea probóscide!

Se está poniendo el sol. ¡Tengo mucho miedo! 

Cuando en la noche me despierto por el zumbido de un mosquito siento cierto terror. Sacudo fuertemente la cabeza haciendo volar el pelo, porque los mosquitos tienden a posarse rápidamente. Entonces escudriño paredes, muebles, cuadros, cortinas, ropa y cualquier sombra para contraatacar. ¡Sé que estás ahí y voy a por ti, cabrona! Estoy segura de que debo de tener un poco pinta de psicópata en esos momentos. La cenefa de zapatillazos en la pared corrobora un poco esta teoría, creo. Que no, es broma. Si ella juega mejor al escondite que yo, me voy rápidamente al salón cerrando la puerta y me refugio en el sofá. Pero, y esto sucede de verdad, si en el sofá también soy atacada por otra famélica Señora de Mosquito, vuelvo con la del buen escondite, que tiene menos hambre que la nueva...

Montaje de Ana Bastida inspirado en mi relato. Gracias, Ana. 
c

jueves, 8 de mayo de 2014

Atrapado

Rulo de cartón
      mudo testigo
        del servicio prestado
             en el suelo te hallo
                          nadie te vio
                    menudo fallo
               aquí sentado
        uno consigo
en su sesión

Miro el suelo
     baldosas de gres
         sombras marrones
              caras color arena
           atrapadas en la piedra
                y no es una pena
       que esas expresiones
  sin imaginación no ves
¡ qué desconsuelo!

No todo está perdido
     cuando el papel te falla
        ni para ver caras en el suelo
      la imaginación se calla
no pierdas el sentido

Grita, con desesperación
          por si alguien te oye
            atrapado en el trono
            como cara en la piedra
                   parado el crono
            si no, siempre fluye
agua del bidé, la salvación

jueves, 17 de abril de 2014

La loca

Todo el mundo tiene en su vecindario personajes peculiares, que por bien o por mal, se salen de la norma. Yo, que vivo en un barrio que es exponente de la España profunda, con sus casitas tortuosas por extrañas divisiones de herencias, con sus tejados planos, típicos de los pueblos costeros del Mediterráneo, también tengo vecinos sorprendentes. Está mi vecino Miguel, que a mi perro Ron lo llama Roque y el perro le hace caso al nombre de Roque, o mi vecina María, que es gitana, y una tarde, arreglando las flores de su porche con la melena chopada me dijo que se acababa de lavar el pelo porque “iba hecha una gitana”. También está José, que compro la casa que linda por detrás con la mía y estaba dispuesto a levantar dos alturas más a las dos que ya tiene, para taparme las ventanas que dan a su patio, alegando que mi casa también tenía esas dos alturas, pero sin tener en cuenta que vivimos en un cabezo y por tanto mi planta baja está a la altura de su segunda planta. Tiene una habitación en la terraza que quería arreglar para su hijo, pero al final el hijo ha pasado mil de mudarse a la terraza y en vista del éxito, la ha poblado con una gallina y tres gallos. Hay gallinas que viven muy bien. Luego está el crío de un par de casas más allá que tiene palomos y de vez en cuando viene a mi terraza a rescatar alguna. O el que cría perros de raza pequeña en su terraza y tiene, al menos a mi me lo parece, mil chuchos ladrando con voces estridentes. Pero la vecina más destacada sin lugar a dudas es una que todos llamamos “la loca”.

La loca tiene una enfermedad neuropsiquátrica que se llama Síndrome de La Tourette, que en su estado grave - el suyo es muy grave - tiene una característica socialmente poco agradable, que es la llamada coprolalia, o sea, un trastorno desinhibidor que consiste en proferir de forma incontrolada y compulsiva todo tipo de palabrotas, insultos y suposiciones absurdas o verdades como puños que cualquier otra persona se callaría por vergüenza torera. Por lo demás, mi vecina es una señora normal, aunque con afonía crónica, que trabaja, cuida de su casa y su familia, hace la compra, etc.

                Aunque con el paso del tiempo todo el vecindario se ha acostumbrado a la loca, no dejamos de sufrir todos su enfermedad, ella a grito pelado y los vecinos en silencio, como las almorranas. No nos ha quedado otra que tomárnoslo con mucho humor y más paciencia, porque encima, la señora no duerme mucho, con lo cual hay días que a las seis de la mañana ya está asomada a la ventana gritando animaladas y se tira doce horas desgallitándose hasta quedarse ronca y afónica. Además es constante y aplicada y no descansa ni en domingos, como si fuera china. Hay que reconocer, que de vez en cuando nos da envidia cochina, porque eso de asomarse de cuando en cuando a la ventana y “cagarse en la madre que los parió a todos” tiene que ser un gustazo.

La loca tiene una peculiar fijación con la iglesia, los curas y  las monjas, aunque de vez en cuando lo toma con vecinos concretos, como cuando le dio por gritar “¡¡¡La maruja está preñaaaaaa!!! ¡¡¡ La maruja es una guarraaaaaaaa!!!” La pobre maruja es una abuela con cerca de 80 años, que el 90% de las veces se mordía la lengua y el 10% restante se limitaba a contestarle “¡Qué te calles yaaaaaa!” Pobrecita, se acabó mudando a casa de su hija y la loca volvió a sus barbaridades sobre curas y monjas. Su frase preferida es: “¡El cura se folla a las monjas! ¡Las monjas son todas unas guaaaaarrraaaaaas, que lo sé yo! ”

Da la casualidad, de que justo enfrente de la casa de la loca está la sede del paso morao del pueblo, donde guardan el trono del Cristo Nazareno y creo que de alguna virgen también. De ahí salen o acaban la mayoría de las procesiones, se hacen los encuentros, se cantan saetas, bastante bien, por cierto, y ensayan, muy a pesar del vecindario, unos cabrones empecinados en tocar las cornetas aunque no tengan ni pajolera idea, y que desafinan como condenados. A veces dudamos si están maltratando a los gatos callejeros o si Dios nos los envía en calidad de castigo divino, para que hagamos penitencia, porque a la loca ya nos hemos acostumbrado. En las fechas señaladas de eventos católicos, en Semana Santa en particular, los vecinos sufrimos nuestro propio calvario, con las cornetas y la loca flagelando nuestros tímpanos y poniendo a prueba nuestra paciencia y capacidad de perdonar. Francamente, es un sindiós – se ha pirado lejos de ahí fijo-, en el que no nos queda otra que rezar “perdónales, porque no saben lo que hacen…” No quiero parte de como lo tienen que pasar los que además de sufrir esta tortura en silencio, tienen la desgracia de tener almorranas.

Hace unos años, nos dio a la familia por salir a la puerta de la casa a ver un rato la procesión. Toc, toc, golpeapa el mayordomo su bastón en el suelo y a una los costaleros alzaron el trono y comenzaron a moverse pasito a pasito. La plaza y las calles a reventar de gente emocionada, clavariesas, curas, monjas, niños vestidos de primera comunión, autoridades, y los vecinos del barrio asomados. “¡uno, dos, uno, dos!”, se sabe que los tronos pesan un quintal y todos hacen fuerza, los que lo llevan y los que miran. De repente se abrió la ventana y se asomó la loca en todo su elemento y gritó a toda la congregación que había debajo de su ventana, cristo incluido: “¡La virgen es una puuuuuutaaaaa! ¡La virgen no es ninguna viiiirgeeeeen! ¡La viiiiirgeeeeen se follaba a San Joséeeeee como las monjas se follan a los cuuuuraaaaas! ¡Es todo mentiiiiiraaaaa! ¡Las monjas os van a robar vuestros hiiiiijooooos!” Reconozco que los vecinos nos descojonamos todos, pero los demás asistentes giraron al unísono la cabeza hacia arriba y miraron a la loca como si fueran los chicos del maíz y la pudieran fulminar con la mirada. La loca tragó saliva, cogió aire y volvió a la carga, mientras los municipales aporreaban la puerta hasta reventar la cerradura…


Desde entonces, llegada la Semana Santa, la loca nos da unos días de vacaciones. Al parecer el ayuntamiento llegó a un acuerdo con la familia para que se la llevaran en esos días lejos de cristos, vírgenes, curas, monjas y demás devotos. Una pena, le daba un toque divertido a la procesión. Nos hemos quedado solo con la tortura de las cornetas. Me estoy pensando suplantar a la loca, asomarme a la ventana y gritar: “¡Los de las cornetas son unos hijos de putaaaaaa, no tienen ni puñetera idea de tocaaaaaar! ¡Vaís a hacer que el Cristo se suelte de la cruz para taparse los oidooooos! ¡Cabrooooneeeees, iros a tocar a la puerta de vuestra casaaaaa!”

jueves, 3 de abril de 2014

Sin comerlo, ni beberlo

      El lunes, un compañero del trabajo me dice con tonito de sorna: “Hay que ver cómo te cuidas, comiendo en el puerto este fin de semana con tu marido…” Atónita respondo: “¿Yo? Bueno, estuvimos comiendo juntos, pero cerca del puerto es un decir.” Y me callo que estuvimos tomando unas tapitas a lo bueno, bonito y barato en un sitio muy recomendable, pero con mucho menos glamour que “el puerto”. Pregunto: “¿Es que has estado el fin de semana de excursión en mi pueblo?” Capaz es de haberme visto y no decir nada. “¿Yo, no? ¿Tú no has estado comiendo en el restaurante del puerto de Roquetas de Mar, el domingo, con tu marido y con otro matrimonio?”, insiste inquisitoriamente como si estuviera a punto de pillarme en un renuncio. “Que no, te digo. Que yo el fin de semana me he ido a mi casa y estuvimos tapeando mi marido, mi hijo y yo.” Se empieza a reír a carcajadas y me dice: “¡Acompáñame!”

      Le sigo hasta la ventanilla de una camioneta de uno de nuestros agricultores, que está en la cola para descargar su mercancía en el almacén de la empresa. Nos saludamos. El agricultor me mira con cara expectante, mientras mi compañero le pregunta: “¿No decías que habías invitado a la comercial, a su marido y a un matrimonio que iba con ellos a comer este fin de semana en el puerto de Roquetas?”  “Sí…” Asiente, me sonríe y espera mi agradecimiento. “Pues no era ella, que ella se había ido a su pueblo. Así que, tú sabrás a quién has invitado.” Y con las mismas se troncha. La cara del agricultor es un poema. La mía también. “Pues era igual que tu, hasta el móvil con la funda rosita.” “Sí, que primero estuvisteis en la terraza y luego entrasteis al interior del restaurante”, matiza su mujer. “¿Qué? Yo, no he estado aquí el domingo. Yo me fui a mi casa, como todos los fines de semana…” La cara se le descompone en segundos. “Será que tengo un doble, pero vamos… ¡Muchísimas gracias! Te agradezco en el alma el gesto, pero no era yo...” No puedo evitar por un momento sentirme culpable por tener, por lo visto, un careto tan común. “Lo bueno abunda…”, intento quitarle hierro al fuego, “Lo siento, por la confusión, pero muchísimas gracias, ejem…”


      Bien pensado, me siento halagada y querida, sinceramente. Encima, la comida le tiene que haber costado una pasta. Francamente ha sido muy generoso conmigo, aunque los beneficiarios hayan sido unos perfectos desconocidos, que tienen que haber “flipado en colorines.” Sin comerlo ni beberlo, nunca mejor dicho, estoy en deuda con él. Aún me pregunto cómo no se acercó a la mesa a saludar. Además, debió de pensar que yo era una maleducada, por no ir a su mesa a agradecerle el generoso gesto, yo que soy más saludadora que un cachorro de perro. Pero, lo más inquietante es lo de tener una doble, que se peina como yo y que se parece tanto a mí, que un señor, con el que hablo casi a diario desde hace un año, me haya confundido con ella. Estoy intrigadísima…

lunes, 3 de marzo de 2014

La golosa

          Érase una vez una joven muy golosa que se enamoró de un pastelero. Él le hacía sus mejores pasteles y ella los disfrutaba con auténtica devoción. Se daba unos tremendos atracones. Pero siempre que ella le pedía que le hiciera su pastel favorito, él se ponía serio, taciturno y dejaba de disfrutar al verla comer. Dejó de hacerle su pastel favorito. En contadas ocasiones, como para su cumpleaños, él se avenía a hacerle su pastel favorito, pero lo hacía con desgana. No ponía cuidado en los ingredientes, ni en la elaboración. Lo hacía a la correprisa como si fuera un castigo para él. Cuando ella se quejaba obtenía la callada por respuesta.

            Con el tiempo, el pastelero fue perfeccionando su arte y la joven golosa disfrutaba cada día más con sus dulces. El pastelero era muy celoso y le decía: - Mis pasteles son solo para ti y solo tú los disfrutarás, pero a cambio debes prometerme que nunca comerás los pasteles de otro pastelero, por mucho que te tiente su escaparate. Y así lo hizo. Se casaron, y aunque no tuvieron hijos y no todo era perfecto, ella era feliz con su pastelero y los dulces que le preparaba. Ella no dejó de mirar otros escaparates porque era muy golosa. Incluso olisqueaba los aromas de otros pasteles, pero nunca jamás probó siquiera un pellizco de los ricos manjares que ofrecían otros pasteleros. Compraba empanadillas de carne y de atún en cualquier establecimiento, pero solo comía los dulces que le preparaba su pastelero cada día con mayor maestría.

            Un día, por casualidad, por suerte o porque el diablo se aburría, un joven pastelero le ofreció empanadillas. Era simpático y dicharachero. Hablando, hablando le confesó ser tan goloso como ella y que su recetario era de lo más extravagante. Ella se asomó con descaro a su escaparate sabiendo que eran dulces prohibidos, pero le gustaba que los olores, colores y formas de sus pasteles le tentaran. Y se imaginaba saboreando desde las recetas más tradicionales hasta las más novedosas y atrevidas. Pero sobre todo algo le atraía con fuerza poderosa a ese escaparate prohibido: ahí estaba en el centro del escaparate y sobre un pedestal, su pastel favorito. Ese pastel que tanto añoraba y cuyo disfrute le hacía perder el sentido como ningún otro. Tanto le gustaba, que sospechaba que jamás se hartaría con él.

            Otro día, el jovencito pastelero comenzó a relatarle sus recetas, sus ingredientes y proporciones, sus composiciones y sus ansias por probar nuevos ingredientes, nuevos sabores y con ello, nuevas sensaciones solo aptas para los más golosos. Ella le escuchaba con atención y devoción. La boca se le hacía agua y se extasiaba solo con imaginar el placer de semejantes dulces.
                    Me gusta la canela, decía con un ruego.
                    Yo te daré canela, toda la que quieras, que mi despensa está llena y por darte en el gusto esparciré una brizna de canela en cada pastel, que me gusta darle ese aroma a mis dulces y más me gusta que te guste a ti. Porque el sueño de un pastelero es encontrar una mujer golosa y cuanto más ansías mis pasteles, más ganas tengo de hacértelos, tan grandes y tan sabrosos que reboses de satisfacción.
                    Deseo comer tus pasteles. Me duele el estómago de tanta hambre que me da oírte, decía ella. - Pero no debo comer pasteles que no sean de mi pastelero. Lo prometí y lo he cumplido por más de diez años.
                    Yo ardo en deseos de que pruebes mis recetas, sobre todo tu dulce preferido, que me muero por sentir como tu gula se hace éxtasis, le susurraba él, pero no quiero ser el responsable de tu desdicha.
Y ella la instaba: - Déjame ver tu horno. Quiero conocer donde cocinas. Enséñame tu uniforme. ¿De qué color son tus botones?... Pero él se excusaba de mil maneras: - No puedes venir, porque tengo que hacer muchas empanadillas; no tengo tiempo, porque he de limpiar el horno; no puedo, porque mi madre me lava hoy el uniforme y yo he de vigilar como gira el tambor de la lavadora...

            Pero llegada la noche, mientras su marido trabajaba en su propio horno, por teléfono el joven le susurraba sus recetas. - ¿Te gustan mis propuestas, golosa, espolvoreadas de canela? - Sííí, gemía ella, dejando que todos esos sabores explosionaran en su imaginación. Así siguió durante mucho tiempo, oyendo relatos sobre el buen hacer del joven pastelero y cuando comía con ansia los dulces de su propio marido pastelero, en su mente se mezclaban las recetas y, a veces, le sabían doblemente mejor y otras se le cortaba la nata. Los relatos eran cada vez más frecuentes. El joven pastelero disfrutaba contando y escuchando como ella se deleitaba. Ella por su parte, aguardaba con ansia sus relatos de recetas extraordinarias. Día y noche pensaba en esos pasteles prohibidos y día y noche el estómago le rugía y la boca se le hacía agua.

            Hasta que un día no lo pudo soportar más y se fue a la pastelería del joven. - Ábreme la puerta y déjame que pruebe tus manjares. Sobre todo, si dejas que me empache de mi pastel favorito, cataré cualquier receta que me propongas. Comeré de tu mano si me das ese dulce que tanto anhelo. Con regañadientes él accedió y al ver que era cierto que ella verdaderamente era muy golosa, él disfrutó dándole a probar sus recetas más tradicionales y una buena ración de su pastel preferido hasta que quedó satisfecho y cansado de tanto hacer. Ella disfrutó intensamente, dejándose llevar por aquellos sabores, que no eran nuevos, pero sí eran prohibidos. En especial gozó devorando su pastel favorito, pero por mucho que comiera de uno u otro, no consiguió saciar su apetito.

            A partir de ese día, para ella todo cambió. Miraba a su viejo pastelero que había alcanzado la maestría, pero no podía borrar de sus recuerdos las recetas del joven. Le vinieron dolores de estómago, indigestiones varias de tanto azúcar, pero su ansia por los dulces no cesaba, no menguaba, no le dejaba vivir. Cuando estaba con su viejo pastelero lo miraba con compasión, con el corazón en un puño por los remordimientos y sin hablarle le decía: ' Ya no soy quien tú crees que soy. Adoro tus pasteles, pero he comido dulces prohibidos. No me han dejado ahíta, pero estaban tan dulces y sabrosos que quiero más. Y te lo contaría, incluso los compartiría contigo, pero si te lo confieso, dejarás de hacer pasteles para mí y yo moriré de hambre.' Así que guardó su secreto bajo siete llaves y siguió escuchando recetas con canela y visitando al joven pastelero cuando su marido no estaba.

            Sin embargo, el joven se hacía de rogar. - No tengo tiempo de hacerte mis pasteles. Te tienes que conformar con la receta e imaginártelos. Y cuando le visitaba pedía: - Come de mi mano los pasteles que yo quiera y la próxima vez te haré tu pastel predilecto para que te hartes hasta que revientes de placer, que estoy deseando verte disfrutar con él, pero hoy no, que estoy cansado de tanto batir claras a punto de nieve. Una visita tras otra la despachaba con recetas tradicionales y no le hacía el dulce ansiado y favorito. - Come de mi mano y te lo daré otro día. Y ella comía y saboreaba y gozaba, pero no se saciaba y todo le sabía a poco, porque lo que más deseaba era su pastel preferido, porque el placer de saborear ese pastel no tenía parangón. Solo un bocadito de ese manjar era mejor que todos los demás juntos. - Come deprisa, que mañana tengo que madrugar para hacer muchas empanadillas y me faltan ingredientes y me falla la maquinaria y me agobio haciendo empanadillas, pero con ellas pago la luz de mi horno. Come deprisa golosa, y come los pasteles que a mí más me gusta verte comer. - ¿Y mi favorito?, suplicaba ella. - Come y calla, que sé que estos también te gustan y estos ya los tengo hechos. Ella comía y gozaba, pero no se satisfacía y la añoranza por su dulce predilecto le hacía sentir cada día más pena. Había traicionado a  su viejo pastelero por comer su pastel favorito, pero ni comía ese dulce, ni encontraba canela en los otros, que habrían hecho de un pastel convencional un pastelito excepcional.

Un día, tras una noche sabrosa, pero nuevamente sin catar ni la crema de su dulce preferido, se marchó de la pastelería del joven pastelero sintiendo un gran vacío en su estómago y dándose cuenta que se sentía profundamente triste, desdichada y miserable y que tanto dulce seguramente acabaría en diabetes y dando con su cuerpo al traste. Lloró amargamente durante el camino. Lloró con arrepentimiento durante todo el día, y seguirá llorando por siempre su traición imperdonable.


¿Moraleja?

domingo, 23 de febrero de 2014

La piscina

     Nadar es el deporte más sano dicen los médicos y de los pocos que esa carretera secundaria que tengo por columna recibe con agrado. Así, en un acto de sentido de la responsabilidad y fuerza de voluntad me saqué un bono con treinta pases para la piscina municipal. Estaba dispuesta a superarme cada día añadiendo como mínimo 100 metros, o sea cuatro largos, a mi anterior marca. La primera vez que fui superé mis expectativas con creces. Después de todo el tocino flota. Mi pequeño triunfo me llenó de euforia y adrenalina. Por un momento fui Ariel, la Sirenita. Una vez sentada al volante de mi coche agradecí la dirección asistida, porque me invadió un tembleque de agotamiento que bajó mi autoestima otra vez a los niveles habituales y me hizo recordar los otros inconvenientes de mi proyecto de mejora de mi salud física:

     Cuando llegas a las instalaciones de la piscina, al entrar se siente mucho calor, lo que invita a desnudarse y ponerse el bañador. Pero una vez llevas puesto el bañador, las chanclas, el gorro y las gafas en lo alto de la frente, en disposición de quemar calorías y poner el cuerpo en forma, hay que recorrer un pasillo desde los vestidores hasta la entrada de las duchas previas al chapuzón, que a mi se me antoja húmedo y resbaladizo, pero sobre todo demasiado fresquito. Desde que sales del vestuario hay que luchar contra la temperatura externa para mantener a raya la propia temperatura corporal. Llegas hasta la ducha ya con los pezones como el timbre de un castillo. El agua resulta caliente sobre los pies encogidos del frío, pero sobre la espalda parece el agua de una cubitera de hielo. Encima no puedes gritar ni decir animaladas porque estás en un sitio público donde aparentemente todos están de buen rollo y buena gana y solo tu vas porque debes, no porque quieras.
     Caminas con tus chanclas mojadas con andares de pato para no resbalar hasta el banco de listones de pino. No te sientas, porque los listones de pino se incrustan en los muslos a los cinco segundos de poner tus posaderas en ellos, dejando unas antiestéticas rayas rojas horizontales y no hay porqué añadir más horror al espectáculo. Así que dejas la toalla moderna de microfibra, de las de “se acabó el frotar”, porque se pegan sobre el cuerpo como papel de cocina privándote del placer exfoliante de una buena toalla rasposa de rizo secada al sol, sobre el banco. 

      Te giras. Suspiras y miras a los bañistas como si fuera la primera vez que asistes a una reunión de alcohólicos anónimos: Soy Aidana y vengo porque tengo que nadar. Mis músculos están de adorno, mi esqueleto se desmonta, me muevo poco. Mea culpa. Pones cara de disimulo, le echas lo que hay que echarle, caminas hacia la piscina y lo ves todo a cuadros. La piscina es como una hoja excel en tres dimensiones. Las baldosas del suelo son celdas, las ventanas son celdas, las vigas del techo son celdas y las calles marcadas con cadenas de bolas de plástico del la piscina son celdas. Te sujetas a la escalera con la obligación auto-impuesta de rellenar las celdas con ejercicio. Columnas de estilos de natación, crowl, braza, espalda crowl, espalda braza. La de mariposa siempre se queda en blanco.

     El agua está fría y muy mojada. Me llega por las rodillas y el choque de temperatura que se avecina – mi vergüenza torera me impide salir corriendo aunque ganas no me faltan – no me resulta nada atractivo. Si es que no se me ha perdido nada en el agua. ¡Que yo soy de secano! ¿ Qué significa ese cono rojo en la cabeza de la calle? Ah, las calles de natación libre son las de cono verde. Salgo otra vez. Hay dos calles con cono verde. Una en medio y la otra en el lado opuesto a donde yo estoy. Me encamino con los pies chorreando y mucho cuidado de no resbalar hacia las calles disponibles. Todas están ocupadas por varias personas. Vaya, o nado o nada. A poner números en las celdas. 

     Aprovecho un hueco entre nadadores y me tiro de cabeza. Vuelo. No hay marcha atrás. El impacto en el líquido elemento es inminente. Me zambulliré como un delfín, porque una no tendrá tipo, pero tiene estilo. Me hundiré en el agua fría. ¡Aaahhh! ¡Nada! ¡Nada! ¡Nada, o morirás de hipotermia! ¿Porque yo, madre mía? ¡Nada! Lanzo los brazos con desesperación en el alma. Sacudo la piernas como si me quisiera sacudir el agua de encima. Menos mal que si lloro no se nota. Pero eso sí, con estilo y con dificultad para acordarme de respirar. Sé que debo sacar la cabeza del agua alternando el lado derecho con el izquierdo, pero en ese lado siempre acabo por tragar agua. Nado. Uno, uno, uno. Me repito el número del primer largo que me estoy haciendo. Estoy entrando en calor y asfixiándome. ¡Aguanta, nena, tu puedes! Nado más despacio. Acompaso la respiración y ¡sí! Me deslizo por el agua hasta que me encuentro unos pies delante de mi. Freno. De frente viene alguien también. La Sirenita habría pasado por debajo buceando. Como no soy la Sirenita cambio a braza y persigo los pies de un desconocido a distancia prudencial. Por fin vislumbro el borde de la piscina. Llego con cierta entereza, pero no hay tiempo ni sitio para permanecer mucho rato. ¿No querías nadar? Dos. Dos. Dos. En realidad en el primer largo no he hecho un uno en la casilla de crowl. La braza se ha llevado lo menos un veinte por cien del largo. Me van a salir decimales. Me estoy rayando. Me aburro. ¿Ya? ¡Ya! Aguanto estoicamente hasta veinte largos. Se me hace interminable. Medio kilómetro es más que suficiente.


    Decidida nado a la escalera más próxima a mis chancletas y descubro que mientras nadaba ha aumentado la fuerza de gravedad fuera del agua. Con rodillas temblorosas recojo mi toalla y vuelvo a hacer el paseíllo hasta las duchas y a los vestuarios y juraría que hace mucho más frío que cuando llegué. Las duchas de los vestuarios no tienen manivela para regular la temperatura. El agua sale sin fuerza y tibia. Enjuagarse el pelo es una odisea. Me pego la toalla al cuerpo y con otra envuelvo el pelo. Toca vestirse sin pisar el suelo con los pies mojados, ni las chanclas o el suelo con los calcetines puestos. Luego viene lo de arreglarse y secarse el pelo, porque fuera hace frío. Y mientras me visto pensando que al llegar a casa me he de desvestir otra vez, un run-run hace presencia en el estómago. Se llama hambre de posguerra y lo produce mi cuerpo al grito de ¡ Devuélveme mis calorías! La carne es débil y me conducirá derecha a la nevera en cuanto llegue a casa, pero por un momento he sido una sirena surcando el agua. Como ya sé lo que es, no tengo muchas ganas de repetir. ¿ Para qué engañarse? Sin embargo, he de volver...