El tío Isidoro, o Tíosidoro,
es delgado y apenas sobrepasa el metro y medio de estatura. La
genética y la escasa alimentación de la infancia durante la
posguerra española a base de cachulí, que se hace de las harinas de
las almortas o guijas, no le han permitido despuntar más. Hoy día
apenas se plantan guijas y la mayoría de las que sí, sirven de
forraje, pero tienen el inconveniente de producir meteorismo tanto en
humanos, como en animales ( pedos de los que huelen con y sin ruido
al ser expelidos). Pero no va la historia por caminos escatológicos.
El Tíosidoro, pequeñete
él, tiene mucho nervio y pocas calorías. Eso le lleva a realizar
las tareas del campo, porque es agricultor manchego que honra su
patrón San Isidro, a unas velocidades de vértigo. En épocas de
vendimia, se conoce que tener la misma altura que las cepas, amén de
la experiencia, habilidad y nervio ya comentado, le otorga una
sensible ventaja comparativa y consecuente mayor rendimiento.
Mientras el resto de la cuadrilla vendimia a tajo parejo, el
Tíosidoro tarda na y menos en adelantarles varios
hilos o filas de cepas. Es una máquina.
Cuando empieza la vendimia en Castilla
la Mancha, el verano ya se ha despedido. Un frío viento, el Solano,
refresca los pueblos de la meseta, que durante tres meses de verano
son tan calurosos, que el que tenga que andar por el sol a mediodía
se siente faquir o perdido en una sauna. Pero en vendimia, el calor
es un recuerdo lejano. El frío arrecia, en especial cuando se
madruga a las cinco de la mañana para llegar en tractor hasta la
lincha más lejana y comenzar el tajo con los primeros rayos del sol.
El rocío contribuye aún más a que el frío penetre en el cuerpo,
por lo que es importante abrigarse bien. Tíosidoro, a cosa de
las nueve de la mañana, hora del almuerzo, ya se había desprendido
de su tabardo y dos jerséis de lana, de los gordos, gordos. Para el
mediodía le habían seguido otros dos jerséis y varias camisetas de
manga larga, dejando un reguero de prendas por las cepas, de forma
que Tíosidoro parecía la versión rural de la increíble
historia del hombre menguante.
Un año, la familia se fue a recoger
aceitunas, o sea, después de Reyes. El invierno crudo había
castigado los olivos. La mayor parte de la cosecha estaba en el
suelo. Era necesario recoger las aceitunas caídas a mano, una a una,
ayudados por unos sacos de arpía rellenos de paja en los que hincar
las rodillas. Antes de salir, el Tíosidoro se había estado
quejando de un fuerte dolor de cabeza. Se tomó una pastilla por
recomendación de la tía Carlota, su mujer, y fue con los demás a
recoger aceitunas.
Debajo de cada olivo se situaban
varios miembros de la familia, arrodillados en los sacos mullidos, a
recoger laboriosamente las aceitunas caídas y a charlar animadamente
de esto y de lo otro. Pero ese día, el Tíosidoro no estaba
para trotes. La faena no le cundía como de costumbre. En su cara
había dolor y sus movimientos eran a cámara lenta. Frecuentemente
cerraba los ojos y dejaba las manos extendidas, sin acabar de coger
ninguna aceituna, como si se hubiera quedado paralizado. Poco a poco
se fue encorvando, plegándose sobre sí mismo, hasta que llegó un
momento en el que el peso de la cabeza venció todo el cuerpo hacia
delante, hincó la frente en la tierra y se quedó con el culo en
pompa. Casi hubiera parecido un musulmán rezando, si no fuera porque
los pies se despegaron del suelo. Se quedó en posición fetal, pero
de canto.
- ¡Isidoro!, gritó la tía Carlota
asustada. -¿Isidoro, qué te pasa? Tíosidoro levantó
pesadamente la cabeza, con la frente manchada de tierra. - No sé,
contestó adormilado y volvió a hincar la cabeza en la tierra,
durmiéndose al instante. - ¿Isidoro? ¿Muchacho, estás bien?
¡Isidoro! Tíosidoro abrió
un ojo. - Me sigue doliendo mucho la cabeza y tengo
mucho sueño. No sé qué me pasa, balbuceó de nuevo, con el culo
en pompa, pies en alto y cabeza en tierra. - ¡Madre mía! ¿Isidoro,
qué te pasa?, gritaba la tía preocupada, mientras sacudía a su
marido. Tíosidoro se
incorporó un poco. - Tengo mucho sueño y me
duele mucho la cabeza, se lamentaba de nuevo. - ¿T'has tomao
la pastilla pal dolor de cabeza que te he dicho?, inquirió
tía Carlota. - Sí, pero no m'ha hecho na. Esa
pastilla no vale pa na. Me sigue doliendo la cabeza igual o
más y tengo mucho sueño. Volvió a encorvarse y cerró los ojos. -
¿Isidoro, muchacho, t'has tomao la pastilla que te he dicho,
de la caja blanca con las rayas rojas, la que pone “pal
dolor de cabeza”? - Esa no, contestó somnoliento. - ¿Cómo que
esa no? ¿ Entonces cuála t'has tomao? - Es que
la que tu m'has dicho era grandísma. Yo eso no me lo
puedo tragar. - Entonces, ¿qué t'has tomao? - Pos huna
más pequeñeta. - ¿Cómo
que una más pequeñeta?
¿Cuála? - De las que
te tomas tu cuando te duele la cabeza. - ¿Yo? ¡Madre santísma!
¿Isidoro, qué – pastilla – t'has - tomao?
¡Por el amor de Dios! - Pos
huna, yo qué sé.
Es que la que tu m'has dicho parecía una rueda de carro.
Tienes unas cosas. Tu te las tomas pequeñetas y a mi me
mandas que me tome una pastilla que parece una moneda de cinco duros.
- ¡Virgen del amor hermoso! ¿Isidoro, qué - pastilla - t'has -
tomao? ¿De - ande - l'has - sacao? - Yo qué sé. Pos
huna, ¿no te digo?, pequeñeta, amarilleta, de
tu mesita de noche. - ¿De la cajita verde y azul? - Sí, d'haí.
¿Qué más da? Pos huna pastilla, ¿no? - ¡Uuuuuhhhhh, madre
mía del Dios santísmo! ¡Qué hombre!¡ Pero si esas son mis
pastillas para dormir! - ¿Y yo qué sé? Pero era más pequeñeta.
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