Una vez pasada la chorrilera de
fiestas con sus respectivas comilonas de antes, durante y después, retomamos el
mismo propósito de todos los años, ese que hemos abandonado por igual todos los
años por loable y necesario que fuera: perder x kilos. Hay que decir, que si el
primer año en el que uno o una se hizo dicho propósito ya falló, entonces el
siguiente año ya es (x + y) kilos, luego ( x + y + z) y así sucesivamente se
van añadiendo cualesquiera letras del abecedario en sustitución de una más o
menos bochornosa cifra. Si además se tiene familia en edad de comuniones, bodas
y bautizos y, por otra parte, se es sociable y tiende a relacionarse con
frecuencia con familiares y amigos frecuentando bares, restaurantes, pubs o
discotecas, si incluso se tiene tal afición por los placeres orales de la vida
que en la propia casa nunca faltan las bebidas alcohólicas y los manjares
alentadores del pecado de la gula, los signos “+” de la arriba mencionada
ecuación pronto darán un importante giro en tu vida, o sea, se convertirán en
signos de multiplicación: *
¡Horror de los horrores! ¿Tu
báscula no te quiere? ¿Crees que pesa demás porque es de las malas, de las de
la rosca que hay que volver a ajustar cada vez que uno se sube y se baja porque
siempre se queda enganchada en la rayita de 2,5 kilos? Espera a pesarte en la
báscula digital de tu madre y verás lo que es crueldad: una báscula cruel que
pesa lo menos 2,5 kilos más que la versión cutre de tu casa, una sonrisa
materna cruel y el comentario cruel: “Si ya te decía yo que habías engordado, y
sin necesidad de báscula”. Y ese día de verdades despiadadas descubrirás, que
los amigos de verdad son los jerséis holgados y los pantalones de cinturilla
elástica y que la única y verdadera razón de tu desdicha es que la secadora
encoge mucho la ropa, y que si te quitas las gafas te verás mucho mejor, porque
las gafas son de aumento y de astigmatismo. Sin ellas te ves como hace tres
años y con un estético difuminado de los contornos, como en una foto
artística, o sea, te ves bien, porque no te ves.
Entonces es cuando en un arranque
positivista alzas mentalmente el puño hacia el cielo, cual Scarlett O’Hara en ‘Lo
que el viento se llevó’, y juras y prometes, porfías incluso, pones a Dios por
testigo, a tu pareja, a los compañeros del trabajo, los vecinos, familia, amigos, parientes o a tu borrosa y menguada imagen del espejo, de que este año sí, este
año definitivamente sí, que de este año no pasa… que vas a perder los x + y + z
+ a + b + c … kilos que te sobran y que además lo vas a hacer a conciencia: ¡dieta
y ejercicio! Hay que hacer las dos cosas. Eso lo sabe todo el mundo. También
todo el mundo sabe que eso solo lo hacen los que no necesitan hacerlo. Los
demás lo van anunciando a bombo y platillo, como si comunicando sus intenciones
ya tuvieran medio camino recorrido. Anunciar la intención de adelgazar y hacer
ejercicio produce satisfacción mental, porque tomar decisiones significa
resolver problemas y eso siempre resulta psicologicamente gratificante. Una vez
tomada la crucial decisión de innovar radicalmente los hábitos – me troncho y
me parto - para solucionar el problema del sobrepeso y ante el estado de
satisfacción que produce decidirlo y anunciarlo – la publicidad obliga -,
chorrito de endorfinas expandiéndose por el torrente sanguíneo, lo dado es despedirse de los hábitos perniciosos celebrándolo con alguien tomando unas cervecitas y unas tapitas en el bar, que
tampoco hay que precipitarse teniendo todo un año por delante. ¿Habrá meses?
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