El lunes, un compañero del
trabajo me dice con tonito de sorna: “Hay que ver cómo te cuidas, comiendo en
el puerto este fin de semana con tu marido…” Atónita respondo: “¿Yo? Bueno,
estuvimos comiendo juntos, pero cerca del puerto es un decir.” Y me callo que
estuvimos tomando unas tapitas a lo bueno, bonito y barato en un sitio muy
recomendable, pero con mucho menos glamour que “el puerto”. Pregunto: “¿Es que
has estado el fin de semana de excursión en mi pueblo?” Capaz es de haberme
visto y no decir nada. “¿Yo, no? ¿Tú no has estado comiendo en el restaurante
del puerto de Roquetas de Mar, el domingo, con tu marido y con otro matrimonio?”,
insiste inquisitoriamente como si estuviera a punto de pillarme en un renuncio.
“Que no, te digo. Que yo el fin de semana me he ido a mi casa y estuvimos tapeando
mi marido, mi hijo y yo.” Se empieza a reír a carcajadas y me dice: “¡Acompáñame!”
Le sigo hasta la ventanilla de
una camioneta de uno de nuestros agricultores, que está en la cola para
descargar su mercancía en el almacén de la empresa. Nos saludamos. El
agricultor me mira con cara expectante, mientras mi compañero le pregunta: “¿No
decías que habías invitado a la comercial, a su marido y a un matrimonio que
iba con ellos a comer este fin de semana en el puerto de Roquetas?” “Sí…” Asiente, me sonríe y espera mi
agradecimiento. “Pues no era ella, que ella se había ido a su pueblo. Así que,
tú sabrás a quién has invitado.” Y con las mismas se troncha. La cara del
agricultor es un poema. La mía también. “Pues era igual que tu, hasta el móvil
con la funda rosita.” “Sí, que primero estuvisteis en la terraza y luego
entrasteis al interior del restaurante”, matiza su mujer. “¿Qué? Yo, no he
estado aquí el domingo. Yo me fui a mi casa, como todos los fines de semana…”
La cara se le descompone en segundos. “Será que tengo un doble, pero vamos…
¡Muchísimas gracias! Te agradezco en el alma el gesto, pero no era yo...” No
puedo evitar por un momento sentirme culpable por tener, por lo visto, un
careto tan común. “Lo bueno abunda…”, intento quitarle hierro al fuego, “Lo
siento, por la confusión, pero muchísimas gracias, ejem…”
Bien pensado, me siento halagada
y querida, sinceramente. Encima, la comida le tiene que haber costado una pasta.
Francamente ha sido muy generoso conmigo, aunque los beneficiarios hayan sido
unos perfectos desconocidos, que tienen que haber “flipado en colorines.” Sin comerlo
ni beberlo, nunca mejor dicho, estoy en deuda con él. Aún me pregunto cómo no
se acercó a la mesa a saludar. Además, debió de pensar que yo era una
maleducada, por no ir a su mesa a agradecerle el generoso gesto, yo que soy más
saludadora que un cachorro de perro. Pero, lo más inquietante es lo de tener
una doble, que se peina como yo y que se parece tanto a mí, que un señor, con
el que hablo casi a diario desde hace un año, me haya confundido con ella.
Estoy intrigadísima…
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