En un tiempo lejano, en
el que la magia y las hadas eran parte de la vida cotidiana, un
hombre guapo y apuesto, personaje vividor y bohemio, tenía
revolucionado a todas las buenas gentes de su ciudad. Era famoso por
ser el más juerguista y también el más irresponsable. Vivía de
noche, dormía de día. Comía poco y bebía mucho. Se aprovechaba de
su belleza y don de palabras, por lo que era un mujeriego, un
rompecorazones infiel, que igual se lanzaba a conquistar una mujer
casada, que rondaba con destreza a las doncellas. Toda su vida estaba
enfocada a la diversión y al ocio. Trabajo, virtud, orden y
concierto le eran conceptos más que ajenos, repulsivos. No estaba
dispuesto a desperdiciar su vida doblando duramente el lomo como sus
convecinos y se burlaba de ellos en cada ocasión. Financiaba sus
juergas con el dinero que había heredado de una tía solterona, que
siempre estuvo enamorada del salero y donaire de su sobrino.
Se hacía llamar Don
José.
Una noche, al acudir a
su taberna favorita, se encontró con una nueva camarera, que había
entrado a trabajar por primera vez esa misma noche. Aparentemente era
una muchacha humilde. No parecía tener mucha experiencia, porque se
desenvolvía con bastante torpeza, aunque mostraba buena voluntad. La
joven se acercó a la mesa de Don José para servirle su habitual
jarra de vino tinto, conforme le había encomendado el tabernero. Don
José se sorprendió de la belleza de la muchacha. Tenía el pelo
rojo como el cobre, la tez blanca como la nieve y los labios
sonrosados como un pétalo de rosa. Pero lo que más llamó la
atención de Don José, fueron los ojos verde esmeralda y la
desafiante mirada felina de la joven, que parecía penetrarle como
una daga se hunde en la carne. En otras circunstancias, Don José se
habría lanzado despiadadamente a la conquista de la chica, con
halagos y piropos, con propinas desmesuradas y con fantasías sobre
un futuro de opulencia. Pero esa mirada inquisitiva, firme y
penetrante le dejó sin palabras. La muchacha pareció percatarse y
contestó al desconcierto de don José con una amplia sonrisa
burlona, sin desviar ni un ápice su mirada de él. De pronto se giró
sin mediar palabra y prosiguió a servir a los demás huéspedes. Don
José sintió herido su orgullo. Nunca se quedaba sin palabras, en
ninguna circunstancia ni ante ninguna persona, ya fuera joven o
vieja, guapa o fea, hombre o mujer, humilde o aristócrata. Él
siempre tenía palabras para todo y todos, así que se sentía
confuso. En cuanto se repuso de su desconcierto, se acercó al
tabernero para informarse sobre la procedencia de la muchacha. El
tabernero le contó, que la chica se llamaba Sibila, que al parecer,
era huérfana y había vivido con su abuela en una casa solitaria, en
medio del bosque, sin apenas roce con la civilización. La abuela
había fallecido y ella se había venido a la ciudad. En un principio
había solicitado un puesto en la cocina, pero al tabernero le había
parecido que su belleza sería mejor reclamo que sus potenciales
artes culinarios. Satisfecho de la información recibida, Don José
se encaminó de nuevo a su mesa y a su jarra de vino. Unos cuantos
tragos más harían despegar su lengua igualmente. Su instinto
cazador se había despertado y la muchacha sería su presa. 'Con que
gata salvaje de los bosques', pensó, 'ya haré yo que te conviertas
en mi gatita y ronronees en mi regazo hasta que me canse de ti...'
En noches sucesivas, Don
José, quería conquistar a la muchacha, pero siempre que ella se
acercaba, él se quedaba mudo como un bobo. Así que, optó por
seguir con sus borracheras y conquistas habituales para no
desperdiciar la noche. Actuaba como si Sibila no le interesara,
aunque en realidad la rabia y la impotencia le corroían. Cuanto más
rabia sentía por sentirse incapaz de conquistar a Sibila, mayores
eran sus borracheras y más mujeres arrastraba con él a su casa,
para despreciarlas al día siguiente. Pero Sibila sólo le miraba con
sus ojos penetrantes y su sonrisa burlona. Hablaba amablemente con
todos, menos con él. Como mucho un “¿le pongo más?”, al que él
contestaba asintiendo con la cabeza, incapaz de tan siquiera decir
que sí de viva voz.
Una noche de mucho frío,
se abrió la puerta de la taberna y entró una joven mujer con un
bebé en brazos que no paraba de llorar. Se acercó a Don José y le
espetó: “ ¡Este es tu hijo, hazte cargo de él y de mi como me
prometiste! Me juraste amor eterno y no te he vuelto a ver en nueve
meses.” Don José se levantó de la mesa de un salto y gritó: -
¿Cómo te atreves, desvergonzada, a hacer tales acusaciones? Yo
jamás te he prometido nada semejante y vete a saber de quién es ese
bastardo llorón. Ni siquiera se parece a mí. Lárgate de aquí, si
no quieres que te eche a patadas.” La joven mujer irrumpió en
sollozos y se marchó avergonzada, con el niño que no había parado
de llorar. - Habrase visto semejante desfachatez. - dijo don José, -
yo padre de esa criatura, si no conozco a esa fulana de nada.
¡Tabernero, una ronda para todos, que aquí no ha pasado nada! - La
gente aplaudió, menos Sibila, que le atravesó con su dura mirada,
seria y fría.
Al próximo día, llegó
otra mujer, aunque sin hijo alguno. También ella buscó a Don José.
Era una mujer de unos treinta años, joven todavía, pero ya con las
primeras arruguitas en la frente. - ¿Qué quieres de mi, vieja
decrépita? - le gritó don José para que todos pudieran oírle. Los
huéspedes de la taberna se rieron a carcajadas y la mujer se marchó
avergonzada, sin haber dicho palabra alguna.
Al tercer día llegó un
campesino en busca de don José: - Usted ha mancillado el honor de mi
hija. Ella tan sólo tiene dieciséis años, pero ahora usted tendrá
que casarse con ella. - dijo el campesino. - Casarme yo con su hija,
se ha vuelto loco. Ni siquiera sé quien es su hija y desde luego no
he sido yo quien la ha mancillado. Seguramente la habrá catado medio
pueblo y me quiere embaucar a mí. - Levantó su copa y gritó - ¡
Por su hija y por las alegrías que habrá proporcionado a estos
paisanos! - Todos se rieron y brindaron, menos el campesino, que
furioso se iba a lanzar contra Don José, cuando este sacó una daga
de debajo de su capa y apuntó con ella al campesino. El campesino se
paró en seco, justo antes de que la daga tocara su camisa. Ante las
risas de todos, se marchó cabizbajo, humillado y avergonzado.
Esa noche, don José se
quedó el último en la taberna. Borracho como una cuba seguía
bebiendo una y otra copa de vino. Mientras el tabernero bajaba y
subía del almacén para reponer las bebidas que se habían
consumido, Sibila desapreció en la cocina. Al cabo de un rato entró
con una inmensa tortilla de setas y se acercó a Don José. -Señor,
le he preparado un plato especial, para que el vino le siente mejor.
- Le colocó la tortilla delante y se sentó enfrente de él. -
¡Coma, Don José, coma. Que usted se lo merece! - Sorprendido y mudo
como de costumbre, don José tomó el tenedor y se comió la tortilla
en silencio, ante la atenta y penetrante mirada de Sibila. Una a uno
se tragaba trozos de la enorme tortilla de setas, hipnotizado por los
ojos verdes de Sibila. Cuando acabó, Sibila le retiró el plato y se
puso a fregar el suelo de la taberna. - Hora de irse, don José –
dijo el tabernero al regresar de su último viaje a la bodega.
El siguiente día, Don
José durmió mucho, mucho más que de costumbre. Cuando se despertó,
sentía un extraño picor en la cara. Se fue al baño, a mirarse,
lavarse y mirarse en el espejo. Le pareció verse la piel un tanto
verdosa y le habían salido unos cuantos granos en la cara. Tenía
muchas ganas de darse un baño. Llenó su bañera de agua hasta el
borde y se sumergió en ella, hundiendo incluso la cabeza debajo del
agua. El picor desapareció y Don José sintió un gran placer al
encontrarse completamente hundido en el agua de su bañera. Pasó
mucho tiempo así, hasta que un sirviente llamó a la puerta y le
ayudó a salir de la bañera y a vestirse. No tardó en volver a
sentir picores y una extraña sequedad en la piel. Además habría
jurado que su ropa le quedaba varias tallas grande, pero pensó que
probablemente habría perdido peso sin darse cuenta. Como de
costumbre, se fue a su taberna favorita. Sibila no estaba. El
tabernero le informó, que Sibila había insistido en poder demostrar
sus dotes de cocinera y que le había cocinado al tabernero un asado
tan exquisito, que bien valía la pena prescindir de su belleza para
atender a los clientes y aprovechar sus habilidades con los pucheros.
Varios clientes se encontraban ya degustando apetitosos guisos y
asados entre “oh” y “mmm”, “ qué bueno”, “qué rico”
o “qué maravilla”. Don José sintió hambre al verles comer con
tanto placer y dijo: - Que me haga una tortilla de setas a mi y tu
tráeme también una gran jarra de agua. - ¿Un jarra de agua? - se
sorprendió el tabernero. - Sí, una jarra de agua y una tortilla de
setas. ¿Algún problema? - dijo Don José en tono altivo. El
tabernero obedeció sin rechistar. Luego Don José se comió la
tortilla, bebió mucha agua y más vino y, como de costumbre marchó
borracho a su casa, pero mucho más temprano que otros días, porque
el picor de la piel y la extraña sensación de sequedad le producían
desazón. Cuando llegó a su casa, llenó de nuevo la bañera de agua
hasta el borde y se sumergió en ella, sintiendo otra vez gran alivio
y placer al sumergirse por completo. Tan a gusto estaba, que se
durmió en la bañera.
Al día siguiente ya por la tarde, el sonido de una gran
mosca revoloteando por el baño despertó a Don José de su sueño en
remojo. La mosca vino a pararse justo en su nariz. Los ojos de Don
José bizquearon hasta conseguir enfocar a la mosca. De repente,
instintivamente, abrió la boca y su lengua salió disparada como un
rayo, atrapo la mosca y Don José se la tragó. De un salto Don José
se levantó y horrorizado pensó: “¡Cielo santo, me he comido una
mosca y peor aún, me ha gustado!” Como una flecha salió de la
bañera y se secó a toda prisa. “Iré a tomarme un buen trago de
vino para olvidar lo que acabo de hacer.” pensaba mientras se
vestía rápidamente. La piel volvía a picarle y le pareció que la
ropa le estaba aún más grande que el día anterior, pero el
recuerdo de la mosca tenía que ser borrado cuanto antes. Se fue
corriendo a la taberna. Entró jadeando y corrió a la barra. - Qué
mala cara tiene usted hoy, Don José – dijo el tabernero, - le veo
como verde. - ¡Vino! - gritó Don José, - y agua y una tortilla de
setas, rápido. - El tabernero obedeció y marchó la comanda. Pronto
Don José se encontraba comiendo y bebiendo ansiosamente. Cuando
acabó todo, levantó la mano y gritó: - Sírveme más croc. - ¿Más
qué? - preguntó el tabernero. - Croc, más croc. - dijo Don José
con extraños movimientos de la lengua, como si esta no le
obedeciese. - ¡Está borracho como una cuba! - gritó un cliente y
todos se rieron. - Croc, croc, croc – insistía Don José, ya con
desesperación en la mirada. Cuando el tabernero también empezó a
reírse a carcajadas, Don José salió corriendo de la taberna.
Corrió la calle mayor hasta las afueras de la ciudad, tropezando de
vez en cuando con los bajos de sus pantalones, que por momentos eran
más grandes. El picor de la piel era insoportable, y la sequedad que
sentía por dentro y por fuera le estaba quemando. Siguió corriendo
hasta llegar a un riachuelo cercano. Instintivamente se arrancó toda
la ropa. Desnudo se miró las manos y al separar los dedos descubrió
unas finas pieles entre los dedos. Saltó al agua sin más y un
inmenso alivio y placer le hizo olvidar toda preocupación. El agua
estaba muy fría, pero para Don José estaba perfecta. Ahí se quedó,
chapoteando y nadando, encogiendo, enverdeciendo día tras día y
sobre todo, feliz cazando moscas...
Un día, Don José se
encontraba tomando el sol sobre una roca y cantando una canción que
se había inventado a base de “croc-croc”, cuando llegó Sibila
al riachuelo. Don José la reconoció enseguida y se quedó
petrificado. “Soy yo, Don José.” - pensó en decirle. “Creo
que estoy encantado o algo así. ¡ Ayúdame, por favor!” - pensó
con ansiedad, pero no conseguía decir ni “croc”. - ¡Venga
conmigo, Don José! - dijo Sibila con la mirada clavada en él y una
sonrisa burlona en los labios. -Va usted a complacer a unas cuantas
mujeres esta noche. Será el deseo de todas ellas. Don José
obedeció y saltó a la cesta que llevaba Sibila. Expectante la
miraba, hipnotizado por sus ojos y mudo.
- ¿ Qué vas a cocinar
hoy? - dijo el tabernero cuando vio llegar a Sibila con una gran rana
en la cesta. Sibila echó una última sonrisa al interior de la cesta
y cerró la tapa: - Un plato, que en tierras lejanas llaman “Venganza
de las mujeres”. - ¿En serio? - dijo el tabernero sorprendido.
Sibila soltó una carcajada. - No tengo ni idea de cómo lo llaman en
otros sitios, pero aquí serán “ancas de rana al vino”, una
sorpresa para las señoras de aquella mesa. - En el fondo de la
taberna, sentadas en una mesa, se encontraba una mujer joven con un
bebé, una treintañera con algunas arrugas en la frente y una
muchacha de no más de dieciséis añitos.
Durante muy poco tiempo Don José tomó conciencia, de que su destino era una olla, acompañado de verduras y bañado en vino tinto: lo que tardó el cuchillo de Sibila en convertirle en carne para su guiso.
- Croc -
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