domingo, 3 de marzo de 2013

Una decisión tonta

El jueves fue uno de esos días que no vaticinan nada bueno. El cielo tenía un color sospechoso, oscuro, congestionado, iracundo. La habitación seguía igual de oscura después de levantar la persiana y no, no era de noche. La cama cantaba con melodía turronera: "vuelve a la cama vuelveeee, vuelve a soñar". Al mirar por la ventana vi la calle mojada, gris oscura como el cielo. Suaves gotas de lluvia caían con desgana y el viento soplaba con fuerza, sacudiendo los árboles de la avenida. Entonces tuve esa idea estúpida, que creo que todo el mundo tiene alguna vez: No me llevo paraguas, que para cuatro gotas que caen y teniendo en cuenta lo cerca que está la parada del bus del trabajo no me va hacer falta. Acelero un poco el paso y me ahorro ir cargada con semejante trasto incómodo.

Además, tras tantos años viviendo en la Costa Cálida, lo de ver llover se hace anecdótico. La última vez que me llevé un paraguas se me olvidó enganchado en la barandilla de mi asiento del autobús. No hay costumbre. De niña, residente en Teutonia, nunca podía salir con zapatos nuevos de la tienda nada más comprarlos, porque primero había que ir a casa a pulverizarlos con spray impermeabilizante, porque ahí la lluvia era lo normal, y el sol anecdótico. Un fastidio, cuando eres una niña potencialmente feliz por tener zapatos nuevos. Un día de cielo raso y azul intenso me transportaba mentalmente a España, a las vacaciones en la playa y a agostos de calor infernal, húmedo y pegajoso, pero azul cobalto. Así que, llevada por la falta de costumbre en lo que a temas lluviosos se refiere, a los recuerdos de la infancia ignorados olímpicamente y a un optimismo terco, decidí prescindir del genial invento llamado paraguas, o Regenschirm de la infancia. Los paraguas, dicho sea de paso, son como los mecheros: Si te los prestan y no los reclaman, en un plazo de 24 horas pasan a tu propiedad. Usucapión de objetos cotidianos.

No hace falta ser Aaron Spelling para imaginarse el final de la historia. El cielo acabó por cabrearse y mucho. Se puso negro como el futuro de España y comenzó a llorar desconsoladamente. ¡Qué sofión! como el llanto inconsolable de un niño, que amaina cuando se cansa y se reaviva cuando recupera las fuerzas. El cielo sobre Valencia lloró - el de Valencia plora - y bañó sus tristes calles. No fue pena, fue un disgusto mayúsculo que duró todo el día, toda la tarde y más allá. Duró mucho más que mi jornada laboral e hizo que mi parada del autobús se alejara. De hecho, para cuando me atreví a salir de la oficina, la parada del bus estaba lejísima. Las calles eran ríos, los socavones eran lagos. El tráfico y los semáforos se confabularon en mi contra. El cielo se explayaba con su rabieta y el viento le jaleaba. El mercurio se acojonó, se encogió y yo valía por lo que soy, no por dos, como las mujeres precavidas. Sí, me mojé.

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